¿PUEDE UN ESTADO LEGITIMAR UNA PLURALIDAD NACIONAL?
Hay dos fenómenos que parecen característicos del periodo
histórico actual. Por un lado, y tras su colapso económico y/o político, una
cierta desintegración de determinados estados plurinacionales que han realizado
diferentes recorridos en cuanto a la plenitud de sus soberanías, o bien negado la
pluralidad de sus constituyentes nacionales (es el caso de la Unión Soviética,
Yugoslavia, Checoslovaquia, Etiopía, Sudán y quizá de Sri Lanka, la India,
Indonesia y Nigeria). Por otro lado, el desarrollo de las naciones que se
detienen en el límite de la condición de estado, pero obligan al estado matriz
a adaptarse y ceder soberanía (Cataluña, Euskadi, Flandes, Valonia, Escocia,
Quebec, Kurdistán, Cachemira, Punjab o Timor Oriental).
El concepto de la modernidad o no de las naciones divide a
los investigadores. Para Hans Kohn, Elie Kedourie, Ernest Gellner o Eric J.
Hobsbawn, el nacionalismo es el resultado de las revoluciones americana y
francesa y del proceso de industrialización; para Benedict Anderson, Liah
Greenfeld, Susan Reynolds y Linda Colley, el nacionalismo tiene varios orígenes
en diferentes partes del mundo y, por lo tanto, no puede hablarse de un único
origen y, menos aún, de que este sea el resultado solo del impulso que
ciertamente le dieron las revoluciones liberales. A menudo, la crítica de los
historiadores al nacionalismo va dirigida contra las pretensiones nacionalistas
de las minorías y muy pocas veces se dirige contra el nacionalismo de los
grandes estados, que obviamente ha sido el más destructor.
En realidad, se podría establecer que, en contra de lo que a
menudo se da por indiscutible, no es que un grupo humano se diferencie de los
otros porque tiene unos rasgos culturales particulares, sino que adopta unos
rasgos culturales singulares porque ha optado antes por diferenciarse. Como
escribe Jean Pouillon, “unidades sobrepuestas definibles por y en ellas mismas [las
etnias], no alimentan la base de una clasificación, sino que, al contrario,
constituyen su producto. No se clasifica porque haya cosas que clasificar; es
porque se clasifica por lo que se las puede descubrir”. No son las diferentes
culturas las que producen la diversidad, sino que son los mecanismos de
diversificación los que motivan la búsqueda de marcas que llenen de contenido
la exigencia de un grupo humano de distinguirse.
A su vez, ningún individuo, en efecto, puede ser reducido a
unidad identitaria, ni siquiera a la de él mismo en cuanto ser que se presume
autónomo, en cuanto que miembro de una sociedad compleja como la actual. Por lo
tanto, más que de identidad quizá habría que hablar de pluriidentidad o,
incluso, de inidentidad. Ninguno de los espacios sociales que hoy por hoy definen
una sociedad como la nuestra puede ser separado de los otros, unido como está a
ellos por una espesa red de relaciones de mutua dependencia. Asimismo, las
identidades grupales no pueden ser en ninguno de los casos segregadas claramente
unas de otras, ni disfrutan de umbrales precisos.
Como sugieren Y. Tamir y K. A. Appiah, nada parece impedir
que pensemos la identidad como un tipo de inidentidad, es decir, como la
conjunción de las tres tesis siguientes:
1) que los humanos, en cuanto que seres concretos y
ubicados, necesitan identidades que en buena medida resultan de la pertenencia
a una comunidad;
2) que la identidad es, no obstante, también
resultado de elecciones personales o, si se quiere, de la relativa autonomía de
los individuos,
3) que los seres humanos pueden llegar a tener una
identidad híbrida, dado que sus identidades nunca son absolutas o monolíticas,
sino de grado, multiformes, cambiantes e inconclusas, esto es, identidades
plurales que permiten a los individuos no solo sentirse miembros de una
comunidad, sino de varias y, a la vez también, como pide el cosmopolitismo,
partícipes del destino del resto de la humanidad. Sobra decir que esta
inidentidad no es compatible con nacionalismos excluyentes.
Esta tesis sobre la posibilidad de identidades híbridas
podría acoger cómodamente la proposición de la antropología simbólica o
interpretativa sobre la cultura, a la que entiende como una serie de
significados compartidos; la transmisión de significado entre individuos es su
tema central. Pero ¿quién crea estos significados y quiénes los comparten? Esta
versión de la cultura vista como un conjunto de significados compartidos nos
lleva a considerar las culturas como centros de consenso comunicativo, y perdemos
el sentido de la discrepancia, la discordia y las luchas de poder que rigen
también la imposición de significados y su distribución. No nos pueden, ni
podemos, pensar monolíticamente. Tampoco, en consecuencia, podemos pensar
monolíticamente a los otros. Cuando hablamos de culturas sistemáticamente simplificamos,
y simplificar es antes de nada un proceso político.
Descendiendo de nuevo al individuo, en las culturas
dominantes omnipresentes, en el que el papel del estado está en mutación, cada
quien debe proceder, por él mismo y para él mismo, a un trabajo de construcción
personal, erigiéndose así en sujeto. Cada cual, convertido en sujeto de su
propia existencia, combina libremente su pertenencia al mundo económico y
técnico y la afirmación de su singularidad cultural, de la que reivindica ciertas
particularidades más que otras, rehusando las identidades asignadas.
Se va cerrando el círculo: si la promoción de una nación comienza
en una voluntad previa de diferenciación que promueva finalmente los rasgos singulares
del grupo humano que la integrará, y no al
revés; si en la sociedad compleja actual la identidad de un individuo es
difícilmente inclasificable, debiendo hablar más bien de inidentidades o
identidades híbridas; si la asunción de la cultura como centro de consenso de
significados compartidos tiene como consecuencia el monolitismo y la falta de
prevención ante las inevitables luchas de poder que se producirán en su seno;
si, en definitiva ante la omnipresencia de una cultura dominante cada
individuo, convertido en sujeto afirma su singularidad cultural y, en línea de
continuidad, su identidad… ¿qué contrato legitimador cabe para dar cabida a
semejante pluralidad, a tal complejidad, casi caos, de significados y derechos?
Los estados, todos los estados conocidos, incluso los de confesión más liberal
y discrecional, son unas fantásticas maquinarias de regulación, de
normalización legal de las transacciones humanas. Una legitimación nacional, un
nuevo estatus reconocedor de identidad constituida, necesita del acuerdo participativo de los
individuos, y también (no conocemos aún otra técnica) del concurso de las
élites que acabarán dándolo forma institucional.
Si lo relativo a lo humano en
comunidad, lo cultural y lo simbólico por compartir, si el individuo como
sujeto, si toda esta pluralidad es difícilmente regulable o contenida en el
lenguaje apropiado ¿qué quedará por legitimar? Sin duda, el importante dominio
de lo institucional, las cosas y los haberes, los servicios y el mantenimiento
de las constantes de los ciudadanos. Pero en qué lugar del camino se perdería la
posibilidad de establecer espacios para la legitimación de lo intangible, de los
universos de significados por compartir, de las identidades definiéndose en el continuo
intercambio que a su vez las ayude a redefinirse. ¿Qué oportunidades se perderían
para la hibridación, para la pluralidad cultural y simbólica de naciones en contraste
productivo, por mucho que la convivencia a veces roce algunos límites?
(Adaptación basada en el documento "La deconstrucción de las identidades" de Joan Campàs Montaner)
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