lunes, 27 de mayo de 2013

¿PUEDE UN ESTADO LEGITIMAR UNA PLURALIDAD NACIONAL? 

Hay dos fenómenos que parecen característicos del periodo histórico actual. Por un lado, y tras su colapso económico y/o político, una cierta desintegración de determinados estados plurinacionales que han realizado diferentes recorridos en cuanto a la plenitud de sus soberanías, o bien negado la pluralidad de sus constituyentes nacionales (es el caso de la Unión Soviética, Yugoslavia, Checoslovaquia, Etiopía, Sudán y quizá de Sri Lanka, la India, Indonesia y Nigeria). Por otro lado, el desarrollo de las naciones que se detienen en el límite de la condición de estado, pero obligan al estado matriz a adaptarse y ceder soberanía (Cataluña, Euskadi, Flandes, Valonia, Escocia, Quebec, Kurdistán, Cachemira, Punjab o Timor Oriental).

El concepto de la modernidad o no de las naciones divide a los investigadores. Para Hans Kohn, Elie Kedourie, Ernest Gellner o Eric J. Hobsbawn, el nacionalismo es el resultado de las revoluciones americana y francesa y del proceso de industrialización; para Benedict Anderson, Liah Greenfeld, Susan Reynolds y Linda Colley, el nacionalismo tiene varios orígenes en diferentes partes del mundo y, por lo tanto, no puede hablarse de un único origen y, menos aún, de que este sea el resultado solo del impulso que ciertamente le dieron las revoluciones liberales. A menudo, la crítica de los historiadores al nacionalismo va dirigida contra las pretensiones nacionalistas de las minorías y muy pocas veces se dirige contra el nacionalismo de los grandes estados, que obviamente ha sido el más destructor.

En realidad, se podría establecer que, en contra de lo que a menudo se da por indiscutible, no es que un grupo humano se diferencie de los otros porque tiene unos rasgos culturales particulares, sino que adopta unos rasgos culturales singulares porque ha optado antes por diferenciarse. Como escribe Jean Pouillon, “unidades sobrepuestas definibles por y en ellas mismas [las etnias], no alimentan la base de una clasificación, sino que, al contrario, constituyen su producto. No se clasifica porque haya cosas que clasificar; es porque se clasifica por lo que se las puede descubrir”. No son las diferentes culturas las que producen la diversidad, sino que son los mecanismos de diversificación los que motivan la búsqueda de marcas que llenen de contenido la exigencia de un grupo humano de distinguirse.

A su vez, ningún individuo, en efecto, puede ser reducido a unidad identitaria, ni siquiera a la de él mismo en cuanto ser que se presume autónomo, en cuanto que miembro de una sociedad compleja como la actual. Por lo tanto, más que de identidad quizá habría que hablar de pluriidentidad o, incluso, de inidentidad. Ninguno de los espacios sociales que hoy por hoy definen una sociedad como la nuestra puede ser separado de los otros, unido como está a ellos por una espesa red de relaciones de mutua dependencia. Asimismo, las identidades grupales no pueden ser en ninguno de los casos segregadas claramente unas de otras, ni disfrutan de umbrales precisos.

Como sugieren Y. Tamir y K. A. Appiah, nada parece impedir que pensemos la identidad como un tipo de inidentidad, es decir, como la conjunción de las tres tesis siguientes:
1) que los humanos, en cuanto que seres concretos y ubicados, necesitan identidades que en buena medida resultan de la pertenencia a una comunidad;
2) que la identidad es, no obstante, también resultado de elecciones personales o, si se quiere, de la relativa autonomía de los individuos,
3) que los seres humanos pueden llegar a tener una identidad híbrida, dado que sus identidades nunca son absolutas o monolíticas, sino de grado, multiformes, cambiantes e inconclusas, esto es, identidades plurales que permiten a los individuos no solo sentirse miembros de una comunidad, sino de varias y, a la vez también, como pide el cosmopolitismo, partícipes del destino del resto de la humanidad. Sobra decir que esta inidentidad no es compatible con nacionalismos excluyentes.

Esta tesis sobre la posibilidad de identidades híbridas podría acoger cómodamente la proposición de la antropología simbólica o interpretativa sobre la cultura, a la que entiende como una serie de significados compartidos; la transmisión de significado entre individuos es su tema central. Pero ¿quién crea estos significados y quiénes los comparten? Esta versión de la cultura vista como un conjunto de significados compartidos nos lleva a considerar las culturas como centros de consenso comunicativo, y perdemos el sentido de la discrepancia, la discordia y las luchas de poder que rigen también la imposición de significados y su distribución. No nos pueden, ni podemos, pensar monolíticamente. Tampoco, en consecuencia, podemos pensar monolíticamente a los otros. Cuando hablamos de culturas sistemáticamente simplificamos, y simplificar es antes de nada un proceso político.

Descendiendo de nuevo al individuo, en las culturas dominantes omnipresentes, en el que el papel del estado está en mutación, cada quien debe proceder, por él mismo y para él mismo, a un trabajo de construcción personal, erigiéndose así en sujeto. Cada cual, convertido en sujeto de su propia existencia, combina libremente su pertenencia al mundo económico y técnico y la afirmación de su singularidad cultural, de la que reivindica ciertas particularidades más que otras, rehusando las identidades asignadas.

Se va cerrando el círculo: si la promoción de una nación comienza en una voluntad previa de diferenciación que promueva finalmente los rasgos singulares del  grupo humano que la integrará, y no al revés; si en la sociedad compleja actual la identidad de un individuo es difícilmente inclasificable, debiendo hablar más bien de inidentidades o identidades híbridas; si la asunción de la cultura como centro de consenso de significados compartidos tiene como consecuencia el monolitismo y la falta de prevención ante las inevitables luchas de poder que se producirán en su seno; si, en definitiva ante la omnipresencia de una cultura dominante cada individuo, convertido en sujeto afirma su singularidad cultural y, en línea de continuidad, su identidad… ¿qué contrato legitimador cabe para dar cabida a semejante pluralidad, a tal complejidad, casi caos, de significados y derechos?

Los estados, todos los estados conocidos, incluso los de confesión más liberal y discrecional, son unas fantásticas maquinarias de regulación, de normalización legal de las transacciones humanas. Una legitimación nacional, un nuevo estatus reconocedor de identidad constituida,  necesita del acuerdo participativo de los individuos, y también (no conocemos aún otra técnica) del concurso de las élites que acabarán dándolo forma institucional.

Si lo relativo a lo humano en comunidad, lo cultural y lo simbólico por compartir, si el individuo como sujeto, si toda esta pluralidad es difícilmente regulable o contenida en el lenguaje apropiado ¿qué quedará por legitimar? Sin duda, el importante dominio de lo institucional, las cosas y los haberes, los servicios y el mantenimiento de las constantes de los ciudadanos. Pero en qué lugar del camino se perdería la posibilidad de establecer espacios para la legitimación de lo intangible, de los universos de significados por compartir, de las identidades definiéndose en el continuo intercambio que a su vez las ayude a redefinirse. ¿Qué oportunidades se perderían para la hibridación, para la pluralidad cultural y simbólica de naciones en contraste productivo, por mucho que la convivencia a veces roce algunos límites?

La pregunta clave es cómo vivir juntos iguales y diferentes. Es difícil.

(Adaptación basada en el documento "La deconstrucción de las identidades" de Joan Campàs Montaner)  

No hay comentarios:

Publicar un comentario