¿DE IDENTIDAD TAMBIÉN SE SUFRE?
Identidad es una de las palabras que más fortuna ha hecho en los últimos decenios en el discurso de las ciencias sociales, en la retórica de políticos y periodistas y en las creencias de la gente. Todo el mundo la busca y cree encontrarla, piensa haberla perdido y poderla recuperar. Sobre todo, se cree en su existencia, una identidad propia frente a las ajenas. ‘Frente a’. La RAE no deja lugar a confusión y define el término con un latigazo final –“frente a los demás”- en un estilo desafiante que contrasta con la nutrida gama de sinónimos tranquilizadores que muestra el diccionario sobre el mismo término.
Parece que no cabe la posibilidad de un sujeto sin identidad
y todo el mundo busca una, pero en sí misma no podemos asegurar hasta qué punto
existe, en la medida de que es difícilmente objetivable y, desde luego, apenas definible.
En la permanente tensión que surge de la negociación permanente entre el yo y
los demás que tiene como consecuencia el vivir, el individuo busca a lo largo
de todo su proceso evolutivo un mundo instituido y acogedor de significaciones
sociales, entre las que tienen un lugar central las significaciones que se
refieren a las diferentes entidades colectivas –familia, parientes, grupo de
edad, clase social, nación, etnia– de las que el individuo es miembro. Según
Castoriadis, los modos como se desarrollan estos procesos de
socialización-identificación del individuo tienen o una raíz psíquica o una
raíz social. En cualquiera de los dos planos esta transmisión identitaria se
homologa en la medida de que el individuo interioriza el rechazo a lo que le es
extraño o se previene contra las significaciones existentes en el mundo
exterior a su colectividad.
El problema filosófico de la identidad / alteridad viene de
lejos. Responder a las preguntas de quién somos y qué significa ser están entre
las primeras que se formuló la filosofía occidental, como lo evidencia el
“conócete a ti mismo” de Sócrates. El pensamiento de la tradición occidental
–que se remonta a la filosofía de Parménides– funda el predominio de la
identidad y la unidad frente a la posibilidad de la alteridad y la pluralidad:
lo que es verdadero, lo que es real, es uno e idéntico. También para Platón, lo
que es verdaderamente, lo que es auténticamente real es uno y lo mismo: sólo lo
que es idéntico tiene una esencia y esta es la que caracteriza aquello que es
verdaderamente, aunque también ha de admitir algún tipo de entidad para lo que
cambia, para lo que sucede, y defiende una cierta entidad –de segunda fila– para el mundo sensible, un tipo de
no-ser relativo que es la alteridad. Dos mil quinientos años después, muchos de
los fenómenos sucedidos desde entonces o los contemporáneos que conocemos
parecen acomodarse fatalmente a este discurso esencial y primigenio, que tiñe tanto
lo más estrictamente ontológico como muchos de los más inexplicables y
perversos comportamiento de comunidades sociales enteras que la historia nos
muestra.
Porque, ¿quién define lo que soy o lo que somos? Si como
dice Foucault parece claro que los sistemas de poder producen los tipos de
sujetos que necesitan para su permanencia, se deduce que estos sistemas de
poder producirán y definirán las identidades necesarias para el control de los
sujetos. De este modo, la identidad, que debería ser un código natural abierto de
adaptación de un sujeto a su conocimiento, a la memoria y a su contexto social,
se convierte en un sistema binario de identidades que ha operado en detrimento de
la posibilidad de opción de las personas, en detrimento de la necesidad de
búsqueda y construcción de subjetividades diferentes, múltiples. La misma caja
de herramientas identitaria que debía facilitar
la construcción de imaginarios propios válidos para el intercambio enriquecedor
con otros, ha sido utilizada para obstruir
la expresión y la diversidad, dado que solo son aceptadas y permitidas determinadas
identidades prefijadas por el sistema. Y frecuentemente las ha inducido a la invisibilización, a la negación pasiva o activa, intelectual o
físicamente agresiva del otro, cuando no directamente a su aniquilación genocida.
La razón identitaria ha creado monstruos y mucho
sufrimiento. Ha sido capaz de dar una forma y significaciones compartidas a
otras razones de principio económico o político, de dominación y poder en
definitiva, que las han permitido consolidarse en la sociedad y encontrar efectivos y
energías humanas dispuestas a entregar o llevarse todo –qué más hay que la
propia vida- por causas espurias, indignas o, siquiera, simplemente
incomprensibles. Ha creado espacios de impunidad e imaginarios donde todo ello
ha sido posible, transmitible y donde generaciones enteras han invertido una
buena parte del tesoro de su energía colectiva, que bien podría haber sido
mejor aprovechada al servicio del bienestar, el desarrollo o el altruismo.
Para ejemplificar esta aseveración, un tanto melancólica, no
es necesario remitirse a cualquiera de los grandes fracasos de la inteligencia
humana fruto del racismo, de la negación y desprecio del otro que han
desembocado en millones de muertos y penalidades sin fin sucedidas en lugares distantes
ajenos a nuestro territorio. Cualquier vasco que haya recorrido estas últimas
décadas de nuestro tiempo ha podido vivir de manera directa la metástasis que
puede originar la disputa identitaria, la permanente identificación del otro
con el agresor, con el causante, con el sobrero a excluir de la convivencia
social.
¿Por qué hemos fracasado en la visión de la identidad nunca como
el fin sino como el principio de la autoconsciencia? Seguir hablando de
identidades prefijadas, estereotipadas, cerradas, no es más que contribuir a la
perpetuación de la lógica de opresión, de los papeles prefijados desde
distintos poderes para ejercer su control sobre la sociedad.
En Euskadi vivimos un tiempo en el que deberíamos
interiorizar que la identidad es un juego de lenguaje y también un estado
afectivo; pero esto no la convierte en natural e inevitable porque las
emociones también son convenciones, también son lenguaje, también existen en
momentos y en espacios, en definitiva,
en situaciones concretas. Los sentimientos identitarios son el resultado de
procesos históricos en los que eran y serán posibles varias oportunidades o
vías. La identidad no es un hecho dado y permanente, sino la consecuencia
histórica de una serie de circunstancias y factores en los que había una
variedad de posibilidades finales. La construcción de una identidad nunca es el
fruto de un proceso lineal. La identidad nacional es solo un ingrediente más de
la identidad personal. Y las identidades personales, como también las
nacionales, son procesos abiertos: son identidades provisionales, revisables,
efímeras, inconclusas.
Ningún individuo, en efecto, puede ser reducido a unidad
identitaria, ni siquiera a la de él mismo en cuanto ser que se presume
autónomo, en cuanto que miembro de una sociedad compleja como la actual; le
resulta imposible limitarse a su vida diaria en una única red de lealtades o a
una adscripción personal exclusiva. Los ciudadanos no solo tienen la diversidad
cultural a su alrededor, sino también dentro de sí mismos. Viven sumergidos en
la diferencia, y serán poseídos por ella a no ser que realmente se propongan
con esfuerzo un aislamiento activo y esencialista.
Por esa razón, ninguna identidad colectiva puede reclamar la
exclusividad total en cuanto a la identidad de sus miembros, ni le es ofrecida
la posibilidad –ni siquiera en los casos de las comunidades que se quieren más
cerradas– de atrincherarse en un único discurso sobre la realidad de su
territorio. Sería además una actitud insensata y debilitadora, que en poco
ayudaría a restañar las heridas causadas por las afiladas uñas de las identidades
absolutas.
(Adaptación basada en el documento "La deconstrucción de las identidades" de Joan Campàs Montaner)
(Adaptación basada en el documento "La deconstrucción de las identidades" de Joan Campàs Montaner)
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