domingo, 26 de mayo de 2013

¿DE IDENTIDAD TAMBIÉN SE SUFRE?

Identidad es una de las palabras que más fortuna ha hecho en los últimos decenios en el discurso de las ciencias sociales, en la retórica de políticos y periodistas y en las creencias de la gente. Todo el mundo la busca y cree encontrarla, piensa haberla perdido y poderla recuperar. Sobre todo, se cree en su existencia, una identidad propia frente a las ajenas. ‘Frente a’. La RAE no deja lugar a confusión y define el término con un latigazo final –“frente a los demás”- en un estilo desafiante que contrasta con la nutrida gama de sinónimos tranquilizadores que muestra el diccionario sobre el mismo término.

Parece que no cabe la posibilidad de un sujeto sin identidad y todo el mundo busca una, pero en sí misma no podemos asegurar hasta qué punto existe, en la medida de que es difícilmente objetivable y, desde luego, apenas definible. En la permanente tensión que surge de la negociación permanente entre el yo y los demás que tiene como consecuencia el vivir, el individuo busca a lo largo de todo su proceso evolutivo un mundo instituido y acogedor de significaciones sociales, entre las que tienen un lugar central las significaciones que se refieren a las diferentes entidades colectivas –familia, parientes, grupo de edad, clase social, nación, etnia– de las que el individuo es miembro. Según Castoriadis, los modos como se desarrollan estos procesos de socialización-identificación del individuo tienen o una raíz psíquica o una raíz social. En cualquiera de los dos planos esta transmisión identitaria se homologa en la medida de que el individuo interioriza el rechazo a lo que le es extraño o se previene contra las significaciones existentes en el mundo exterior a su colectividad.

El problema filosófico de la identidad / alteridad viene de lejos. Responder a las preguntas de quién somos y qué significa ser están entre las primeras que se formuló la filosofía occidental, como lo evidencia el “conócete a ti mismo” de Sócrates. El pensamiento de la tradición occidental –que se remonta a la filosofía de Parménides– funda el predominio de la identidad y la unidad frente a la posibilidad de la alteridad y la pluralidad: lo que es verdadero, lo que es real, es uno e idéntico. También para Platón, lo que es verdaderamente, lo que es auténticamente real es uno y lo mismo: sólo lo que es idéntico tiene una esencia y esta es la que caracteriza aquello que es verdaderamente, aunque también ha de admitir algún tipo de entidad para lo que cambia, para lo que sucede, y defiende una cierta entidad –de segunda  fila– para el mundo sensible, un tipo de no-ser relativo que es la alteridad. Dos mil quinientos años después, muchos de los fenómenos sucedidos desde entonces o los contemporáneos que conocemos parecen acomodarse fatalmente a este discurso esencial y primigenio, que tiñe tanto lo más estrictamente ontológico como muchos de los más inexplicables y perversos comportamiento de comunidades sociales enteras que la historia nos muestra.

Porque, ¿quién define lo que soy o lo que somos? Si como dice Foucault parece claro que los sistemas de poder producen los tipos de sujetos que necesitan para su permanencia, se deduce que estos sistemas de poder producirán y definirán las identidades necesarias para el control de los sujetos. De este modo, la identidad, que debería ser un código natural abierto de adaptación de un sujeto a su conocimiento, a la memoria y a su contexto social, se convierte en un sistema binario de identidades que ha operado en detrimento de la posibilidad de opción de las personas, en detrimento de la necesidad de búsqueda y construcción de subjetividades diferentes, múltiples. La misma caja de herramientas identitaria  que debía facilitar la construcción de imaginarios propios válidos para el intercambio enriquecedor con otros,  ha sido utilizada para obstruir la expresión y la diversidad, dado que solo son aceptadas y permitidas determinadas identidades prefijadas por el sistema. Y frecuentemente las ha inducido a la invisibilización,  a la negación pasiva o activa, intelectual o físicamente agresiva del otro, cuando no directamente a su aniquilación genocida.

La razón identitaria ha creado monstruos y mucho sufrimiento. Ha sido capaz de dar una forma y significaciones compartidas a otras razones de principio económico o político, de dominación y poder en definitiva, que las han permitido consolidarse  en la sociedad y encontrar efectivos y energías humanas dispuestas a entregar o llevarse todo –qué más hay que la propia vida- por causas espurias, indignas o, siquiera, simplemente incomprensibles. Ha creado espacios de impunidad e imaginarios donde todo ello ha sido posible, transmitible y donde generaciones enteras han invertido una buena parte del tesoro de su energía colectiva, que bien podría haber sido mejor aprovechada al servicio del bienestar, el desarrollo o el altruismo.

Para ejemplificar esta aseveración, un tanto melancólica, no es necesario remitirse a cualquiera de los grandes fracasos de la inteligencia humana fruto del racismo, de la negación y desprecio del otro que han desembocado en millones de muertos y penalidades sin fin sucedidas en lugares distantes ajenos a nuestro territorio. Cualquier vasco que haya recorrido estas últimas décadas de nuestro tiempo ha podido vivir de manera directa la metástasis que puede originar la disputa identitaria, la permanente identificación del otro con el agresor, con el causante, con el sobrero a excluir de la convivencia social.

¿Por qué hemos fracasado en la visión de la identidad nunca como el fin sino como el principio de la autoconsciencia? Seguir hablando de identidades prefijadas, estereotipadas, cerradas, no es más que contribuir a la perpetuación de la lógica de opresión, de los papeles prefijados desde distintos poderes para ejercer su control sobre la sociedad.

En Euskadi vivimos un tiempo en el que deberíamos interiorizar que la identidad es un juego de lenguaje y también un estado afectivo; pero esto no la convierte en natural e inevitable porque las emociones también son convenciones, también son lenguaje, también existen en momentos y  en espacios, en definitiva, en situaciones concretas. Los sentimientos identitarios son el resultado de procesos históricos en los que eran y serán posibles varias oportunidades o vías. La identidad no es un hecho dado y permanente, sino la consecuencia histórica de una serie de circunstancias y factores en los que había una variedad de posibilidades finales. La construcción de una identidad nunca es el fruto de un proceso lineal. La identidad nacional es solo un ingrediente más de la identidad personal. Y las identidades personales, como también las nacionales, son procesos abiertos: son identidades provisionales, revisables, efímeras, inconclusas.

Ningún individuo, en efecto, puede ser reducido a unidad identitaria, ni siquiera a la de él mismo en cuanto ser que se presume autónomo, en cuanto que miembro de una sociedad compleja como la actual; le resulta imposible limitarse a su vida diaria en una única red de lealtades o a una adscripción personal exclusiva. Los ciudadanos no solo tienen la diversidad cultural a su alrededor, sino también dentro de sí mismos. Viven sumergidos en la diferencia, y serán poseídos por ella a no ser que realmente se propongan con esfuerzo un aislamiento activo y esencialista.

Por esa razón, ninguna identidad colectiva puede reclamar la exclusividad total en cuanto a la identidad de sus miembros, ni le es ofrecida la posibilidad –ni siquiera en los casos de las comunidades que se quieren más cerradas– de atrincherarse en un único discurso sobre la realidad de su territorio. Sería además una actitud insensata y debilitadora, que en poco ayudaría a restañar las heridas causadas por las afiladas uñas de las identidades absolutas.

(Adaptación basada en el documento "La deconstrucción de las identidades" de Joan Campàs Montaner)

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