lunes, 27 de mayo de 2013

¿FUE LA TRANSICIÓN UNA OPORTUNIDAD PERDIDA? 

Cabe decir que cada individuo es depositario de dos herencias: una, vertical, nos viene de nuestros antepasados, de las tradiciones de nuestro pueblo, de nuestra comunidad religiosa; la otra, horizontal, nos viene de nuestra época, de nuestros contemporáneos. Esta última es, hoy, la más determinante y cada día lo será más; sin embargo, esta realidad mantiene un peso variable en la percepción que tenemos de nosotros mismos con respecto a la relación con el pasado.

Esta constatación es pertinente en cuanto que los individuos, como testigos del recorrido por el tiempo que nos toca vivir hemos ido formulando y construyendo una suerte de teoría personal -compartida con y desde algún grupo- sobre lo que directamente hemos / vamos conociendo. Pero ¿cómo incorporamos la herencia no experimentada, la recibida a través del relato histórico? Aquí entran en juego una multiplicidad de factores, educativos, emocionales, cualitativos en cuanto a la cientificidad o el canal de transmisión, en coherencia con rasgos, simbología y créditos de un entorno con el que previamente hemos decidido identificarnos… Incluso evolutivos o generacionales, en el sentido de que cada una de las generaciones encuentra en cada tiempo diferentes condiciones objetivas para establecer diferentes niveles de ruptura o consenso con el pasado.  Así, es posible encontrar hoy día jóvenes que apelan con firmeza a supuestos mitos del Antiguo Régimen o directamente feudal para invocar derechos nacionales históricos, haciendo un silencio intelectual sobre la historia más cercana, mientras que coetáneos de los años negros del franquismo ponen a cero el contador de la historia en el período de transición, extendiendo hasta nuestros días aquel momento para realizar una justificación complaciente sobre el desaguisado actual en lo que respecta a la pluralidad nacional el estado español.

El siglo XIX fue un periodo clave en la definición de la ‘identidad proyecto’ -en palabras de Manuel Castell- española, según la cual la pertenencia a España –concepto inmutable- no se considera el fruto del azar, sino el resultado lógico de una historia providente e incuestionable. Durante este siglo se pone en marcha un proceso de nacionalización española, de construcción de un imaginario identificativo establecido en cuatro principios: la naturaleza de un territorio (la península); la catolicidad como seña de identidad cultural; el relato de un imaginario épico de gestas y “hazañas bélicas”; y, por fin, la perspectiva castellano-céntrica instituyendo el castellano y sus consiguientes significaciones culturales no ya como un (im)posible idioma franco, sino como el idioma de la nación. Este proceso de nacionalización se desarrolla -utilizando el discurso de Eugen Weber- en un proceso inseparable de la información, la mejora de las comunicaciones, la transformación de los espacios por las nuevas carreteras y ferrocarriles, la unificación económica del territorio, la alfabetización y la escolarización promovida por la extensión de la escuela pública unitaria y la socialización creada por el servicio militar obligatorio. De esta manera, la adquisición de la nueva nacionalidad puede ser concebida por amplias capas de la población como un progreso, como una forma de ascenso social y político, como la incorporación a un colectivo que era considerado mejor.

En cualquier caso, este intenso proceso nacionalizador del agitado siglo XIX tuvo diferente suerte, correlaciones y alternativas a lo largo del período liberal, las guerras carlistas, el Sexenio, los inacabables pronunciamientos militares, la restauración, las dictaduras... hasta desembocar finalmente en la II República que supuso un punto de encuentro en la necesaria convivencia de un pluralismo nacional permanentemente protagonista de esta apasionante trama histórico-política.

No duró mucho, el ilegal pero triunfante alzamiento fascista del general Franco (caudillo de España por la gracia de Dios) intentó consolidar a sangre y fuego el estado-nación de los ultramoderados del siglo XIX mediante un conjunto de formas institucionales donde coexistían los elementos feudal-absolutistas con los fascistas en las estructuras capitalistas, y todo ello legitimado con la represión, la arbitrariedad jurídica y la teocracia (bendecida por la jerarquía eclesiástica y el propio Papa Pío XII). El encuentro identitario era una quimera en una ‘reserva espiritual de Occidente’ donde sólo cabía una patria grande y libre, una bandera, una lengua, un dios y un solo destino en lo universal. Fuera de este asfixiante lugar sólo cabía el olvido, el destierro o el castigo. Un derrumbe de libertades y democracia, de músculo social, donde el daño infringido a toda la sociedad plural es incalculable.

Afortunadamente, la ley natural se impone. Franco muere (por fin) y, como sostiene Josep Fontana, no era posible que después de su muerte las cosas siguieran sin ningún tipo de cambio, como podía hacer pensar el “atado y bien atado” que proclamaba el dictador, quien confiaba, en última instancia, en el ejército.

La sociedad española, activada en lo político y en un contexto de ‘desarrollismo económico’ favorable, se entregó a la restitución de las libertades usurpadas y rompió paulatinamente la solidez de un régimen bien equipado contra la subversión y que había dejado sus testaferros: es la transición española, un momento clave, un punto de giro en el guión de la historia, un fenómeno tectónico en que todo tipo de fuerzas y poderes friccionaban entre sí en un triángulo de decisión: inmovilismo – reformismo – ruptura democrática. Fuertemente condicionada por la superación del trauma, bajo la mirada atenta de un ejército monolítico y montaraz, y con posibles errores políticos en su negociación –por ejemplo, desde Cataluña-,  lo cierto es que la Constitución de 1978, documento fundacional de la nueva etapa democrática, no alza suficientemente el vuelo como sí lo hace en otros derechos, e intenta una ecuación manifiestamente insatisfactoria para resolver la pluralidad nacional de aquella sociedad y, como es incuestionable, menos aún de la sociedad actual, treinta y cinco años después: fundamenta a la nación española como patria  común e indivisible de todos los españoles mientras, a cambio de reconocer el término ‘nacionalidades’, fija límites a su derecho en el linde de lo autonómico. Un término, ‘nacionalidades’ que, además de las tres comunidades históricas ha alcanzado en estos años también a Aragón, Islas Baleares, Canarias y Comunidad Valenciana.

¿Podía realmente haber sido el momento de encontrar un espacio integrador, acogedor para esta diversidad identitaria? Para Habermas, esta función integradora solo puede cumplirse efectivamente si las normas poseen un elemento de legitimidad que depende de cómo estas hayan sido creadas. Son legítimas cuando sus destinatarios “pueden al mismo tiempo sentirse, en conjunto, como autores racionales de estas normas”, es decir, cuando el procedimiento de creación de las normas reproduce el procedimiento argumentativo y consensual de la razón comunicativa, esto es, cuando se sigue el procedimiento democrático sin distorsiones, en una comunidad cuyos valores centrales incluyan la libertad, individual y colectiva. Es decir, no se legitiman solamente con su plebiscito, para el que, por cierto, en Euskadi no hubo ni quórum, tras una abstención activa.

¿Quizás hubiera sido posible avanzar con mentalidad republicana en dirección a transformar la conciencia nacional en una identidad política de cuño democrático hacia una nación de ciudadanía que encuentra su identidad no tanto en rasgos comunes de tipo étnico-cultural como en la praxis de ciudadanos que ejercen activamente todos sus derechos y deberes democráticos, compartidos y emancipadores?


¿Fue la transición una oportunidad perdida para haber evitado el hervidero autonómico actual con un coste social, político y económico incalculable, y que en Euskadi además dió coartada, que no justificación, al terror y el acoso a libertades individuales por parte de ETA? ¿Hubo tiempo y oportunidad para ello? Y una última pregunta casi más preocupante: Si en aquel periodo de estado roto y espíritu fundacional no fue posible ¿va a serlo ahora?

(Adaptación basada en el documento "La deconstrucción de las identidades" de Joan Campàs Montaner) 

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