domingo, 26 de mayo de 2013

¿NUEVOS ESTADOS-NACIÓN EN EL LABERINTO GLOBAL?

La era de la globalización manifiesta también un resurgimiento nacionalista, expresado tanto en el desafío hacia los estados-nación establecidos como en la extensa (re)construcción de la identidad basada en la nacionalidad, siempre afirmada contra lo que es ajeno.
Esto ha sorprendido a algunos observadores porque se había declarado la defunción del nacionalismo de una muerte triple: la globalización de la economía y la internacionalización de las instituciones políticas; el universalismo de una cultura en buena medida compartida, difundida por los medios de comunicación electrónicos, la educación, la alfabetización, la urbanización y la modernización; y el asalto teórico al propio concepto de naciones, declaradas “comunidades imaginadas” en las vagas versiones de la teoría anti-nacionalista  o incluso “invenciones históricas arbitrarias”, según la formulación de Gellner, que surgen de movimientos nacionalistas dominados por la élite en su camino para construir el estado-nación moderno.

Este resurgimiento viene marcado por un doble proceso aparentemente contradictorio: la globalización económica, tecnológica, ecológica, mediática y cultural del planeta, y la fragmentación política, étnica, cultural y religiosa. Una globalización que de manera paralela desarrolla la expansión de diferentes marcos internacionales, pluriestatales, tanto en lo económico-institucional (el propio proceso de la Unión Europea, la CELAC latinoamericana), económico-financiero (Mercosur, Foro Económico Mundial, la ampliación del G7 al G27), o incluso en el campo de los movimientos sociales y alternativos (Foro Social Mundial…).

En medio de este proceso de creciente institucionalización pluriestatal es donde tienen lugar hoy los diferentes pulsos mantenidos – ya desde hace décadas y con diferentes ciclos de intensidades- entre determinadas minorías nacionales y los estados que los incluyen y que detentan las facultades constitucionales de los diferentes poderes estatales y la representatividad diplomática internacional. Minorías nacionales en el sentido referido por Kymlicka como los “grupos que constituyen sociedades completas y funcionales situadas en el territorio de origen antes de ser integradas en un Estado más importante”. Agrupa, pues, naciones sin estado (Quebec, Puerto Rico, Escocia…) y pueblos autóctonos (indios, inuits, sami, maorí…).

Y, en nuestro territorio, las comunidades nacionales de Cataluña, Euskadi y Galicia. En los tres casos, aunque con notables diferencias, se dan unas élites políticas, correspondidas por unas magnitudes de población no objetivables, sólo previsibles por extrapolación de los resultados electorales y otros sondeos estadísticos pero no expresadas en consulta concreta a tal fin, que reclaman un espacio político propio enumerando una multiplicidad de facetas: sociológica y psicológica, en la medida en que concierne a las modalidades de construcción de la identidad; política, porque cuestiona la sacralidad del estado completo, el estado-nación ajeno del que desea la segregación para constituirse a su vez en un estado-nación propio; administrativa, porque cuestiona la centralización; económica y social, porque recae en la división del trabajo, el modo de vida y la protección social.

Esta pretensión de constituirse en estado/nación propio respondería a un hecho que consideran inherente a la naturaleza humana y perteneciente al derecho: toda sociedad buscaría mantener su cohesión en el espacio y en el tiempo mediante la diferenciación de sus miembros respecto a los foráneos o, dicho de otro modo, porque toda sociedad tiene derecho a crear su propio mundo de sentido –sus propias significaciones sociales imaginarias– y sus propias instituciones para mantenerse unida como sociedad. Así, parece ser que todas las sociedades conocidas se han instituido mediante una “clausura de sentido”, entendiéndola como la necesidad de clausurarse ante el mundo exterior que la rodea. Se aproximaría a la plasmación política de lo que Derrida constata en el sentido de que toda comunidad suele tener un “exterior constitutivo” que interviene en el proceso de construcción del grupo, resultando así definida por su frontera con respecto al exterior.

Más allá de cerradas controversias sobre el derecho, el sujeto, los procedimientos avalados o no por la corrección constitucional, los porcentajes de población decisorios o la oportunidad táctica de esta facultad autodeterminadora, ante el problema o la expectativa de un nuevo estado-nación en el actual concierto global, cabe quizás una reflexión que eluda el actual bloqueo de pensamiento y acción, que podría centrase en dos hipótesis de resolución diferentes ante la tensión entre identidades y estados.

La primera hipótesis recogería la eventualidad de un nuevo estado-nación. Como han enfatizado Gellner, Hobsbawn o Kedourie, las naciones, las identidades nacionales son construcciones sociales e históricas. En esta creación, a partir de la Edad Moderna han sido esenciales el papel de la imprenta, la industrialización, los sistemas estatales de educación, la creación de lenguajes nacionales, los nuevos tipos de trabajos, la movilidad y la anomia sociales, las nuevas relaciones humanas, la importancia de los nuevos medios de comunicación, etc.,. Las naciones serían, pues, artefactos sociales creados por la ingeniería social, como las creencias, los símbolos, la memoria y los compromisos. En este sentido, el nacionalismo sería un fenómeno moderno que se encuentra en continuidad con algo viejo y antiguo.

Cabe esperar, pues, que aquel nacionalismo que aspire a autodeterminarse se construya bajo una cosmovisión crítica que parta de los modos contemporáneos que la sociedad del conocimiento ofrece, de la globalización y la ruptura de los viejos conceptos sobre fronteras políticas y extramuros culturales; de los nuevos universos simbólicos que las TIC son capaces de encender como la pólvora y hacer desaparecer a la semana siguiente; del conocimiento de las nuevas geopolíticas de los sistemas de producción y los mercados financieros; de un nuevo paradigma de la seguridad y el uso exclusivo de la fuerza armada; de la responsabilidad social ante los movimientos humanos, la ecología o los derechos de tercera generación; las nuevas exigencias de participación política y gobernanza… Es cierto, cabría exigírselo igualmente al estado-nación hegemónico, pero parece lógico que lo que quiera ser legitimado y constituirse en un nuevo espacio no puede nacer anclado y repetido en el viejo tiempo.

La segunda hipótesis parte de que ante la crisis del estado-nación, en la sociedad del conocimiento no se pueden ya mantener las estructuras actuales (ni probablemente de las futuras) del estado-nación, por más descentralizadas que se presenten. Por lo tanto, ¿qué puede hacer el estado-nación? Transformarse en estado red, en estado hipertextual, en el que los diferentes nodos sean los gobiernos autónomos, los ayuntamientos, las instituciones europeas (Tribunal Europeo, comisiones especializadas, etc.), los organismos no gubernamentales, las instituciones intermedias (Asociación de Regiones Europeas, Comité de Regiones y Municipios de Europa, etc.) o las instituciones multilaterales.

Es más que probable que el estado no desaparezca, pero parece bastante seguro que el estado del siglo XXI no puede ser ya el estado-nación de los últimos dos siglos. Cualquier comunidad tiene tantas historias posibles como proyectos de futuro nutren a sus miembros, cada sociedad es un conjunto de nodos en red donde se interrelacionan muchas identidades y narrativas, dentro de sí y con otras comunidades. Toda sociedad es plural, multinacional, diversa..., en definitiva, hipertextual, no lineal, “caótica”. Parece que el inmediato futuro apunte hacia la proliferación de nodos articulados en un estado hipertextual, cuyos enlaces deberían estar basados en el contrato social y en la radicalización democrática, es decir, en la libre interacción de sus intersecciones en la red. Debe ser el estado quien se adapte a la voluntad de los ciudadanos, y no al revés.

Es una hipótesis sólo tan audaz y compleja como la primera, pero probablemente mucho más esperanzadora para mirar al siglo XXI sin el velo de colores banderizos que Herder definió como Volksgeist, el espíritu nacional imposible de definir que ancla a los pueblos en el inmovilismo temeroso del ‘otro’.

(Adaptación basada en el documento "La deconstrucción de las identidades" de Joan Campàs Montaner)  

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