¿PARA QUÉ APELAR A LA RAZA, SI ES MÁS ELEGANTE LA CULTURA?
Si se piensa con un mínimo detenimiento, observamos hasta
qué punto los contenidos que se suponen fuente de la identidad son puramente
arbitrarios. ¿Qué es lo que define una categoría identitaria? ¿La lengua? ¿Las
costumbres? ¿Qué costumbres? ¿Es el sentimiento nacionalista? Afirmar que estos podrían ser rasgos
identificadores implicaría excluir a todos aquellos que no participaran de
ellos. Según esta visión reduccionista, sería incompatible ser plenamente vasco
y, al mismo tiempo, votante de los partidos estatales, hincha del Barça o vegetariano.
Cualquier inventario de rasgos identificatorios resulta solo
aplicable a una parte de quienes se afirman y son reconocidos como miembros de
un determinado colectivo. Así, seguramente, todos nosotros estaremos de acuerdo
en afirmar que existe una cultura gitana, pero nos será muy difícil encontrar
un mismo conjunto de rasgos en todos aquellos que se denominan a sí mismos o
son denominados gitanos: muy pocos hablan el caló; muchos se han asentado sin
que su renuncia al nomadismo haya menguado su conciencia de “gitaneidad”; ni
siquiera el debilitamiento o la desaparición de su estructuración familiar en
linajes o su masiva adhesión a cultos pentecostalistas han supuesto una
disolución de la identidad gitana. Aquí radica el peligro de los discursos de
quienes se presentan como de reconocimiento “de la diferencia” o que reclaman
derechos colectivos para ciertos grupos conceptualizados oficialmente como
“minorías étnicas”, que es fácil que acaben produciendo efectos perversos
porque la designación de un grupo como minoritario o étnico en cierta medida ya
predispone a entenderlo como segregado jurídicamente y poder ser estigmatizado
a continuación.
Por otro lado, la voluntad de reconocer segmentos claramente
diferenciados de la población urbana puede desembocar en una artificial
división de la sociedad en segmentos netamente distinguibles que no existen en
realidad. Así, observamos que la cualificación de asiático, hispano o negro en
Estados Unidos designa a minorías étnicas que no existen sino virtualmente, y
que concentran a grupos humanos sin ninguna relación entre sí. La categoría
“hispano” no distingue a un puertorriqueño de un colombiano, a un inmigrante
ilegal mexicano de un español exitoso actor de cine. De manera similar, en
Francia, las zonas donde se agrupan camboyanos, laosianos, vietnamitas o
tailandeses también son denominadas arbitrariamente chinatowns. Todas
ellas etiquetas que van conformando una visión de la alteridad que acepta con
suavidad a continuación otras etiquetas más claramente segregacionistas como
maketos, sudacas o moros.
Por si no teníamos bastante con la polisemia de nación y de
identidad, es igual o más impresionante la polisemia de la que disfruta el
concepto de cultura, hasta el punto de que la cultura ha acabado
significándolo todo. Dentro del contexto de la posmodernidad, el término cultura
se aplica a cualquier manifestación humana: la cultura de las drogas, la
cultura de los hackers, la cultura gastronómica,
la cultura de empresa a la cultura indie,
etc. Utilizado de este modo, el concepto se vuelve extremadamente vago,
flexible y relativo, de modo que lo significa todo y nada al mismo tiempo. Todo
puede ser, por lo tanto, analizado o comentado en términos de cultura. Por
ejemplo, el debate sobre la posesión de armas en Estados Unidos: quienes las
defienden usan el argumento de que forma parte de su cultura. Lo mismo dicen
los defensores de las corridas de toros.
La interacción entre grupos de individuos sería el espacio
donde existiría casi físicamente la cultura. Ahora el problema es decidir qué
es un grupo, cuáles son sus atributos. Sin embargo, no existe ninguna
característica que pueda ser calificada de definitiva, ni que sea permanente,
ni que sea jerárquicamente más relevante que otra. Habrá tantas características
grupales candidatas a ser el fundamento de la definición como grupos se puedan
crear. Las características del grupo (identidad, lengua, conciencia de grupo,
compartir actitudes y comportamientos o gastronomía, tener unos objetivos
comunes, etc.) siempre dependen de los intereses de quien lo define como tal,
siempre dependen del “otro” grupo.
Actualmente se están levantando voces contra el concepto descriptivo
de cultura. Hay una serie de antropólogos que no se encuentran cómodos con un
concepto que, según ellos, hace del otro un objeto, que ayuda a construir y
mantener las diferencias culturales, un concepto de cultura que exagera las
fronteras entre las culturas. Los más radicales son partidarios de sustituir
cultura por el concepto foucaultiano de ‘discurso’.
El problema radica en la propia noción de cultura. Nos
sentimos legitimados por la noción de cultura a no hacer nada para conocer los
referentes de los “otros”, dado que son “ellos” quienes están en “mi” país y
quienes deben dar el paso (hay un paso porque hay una frontera, un límite que
cruzar). Ellos – dado que son de “otra” cultura– se pueden sentir legitimados a
no hablar “mi” lengua, a no asumir a “mis” poetas, “mis” canciones; pero sí a
conocerlos, oírlos, respetarlos y apreciarlos, y siempre como algo exterior a
ellos, porque tienen “otra” cultura, ellos son inmigrantes: aquellos poetas o
aquellas canciones no serán nunca “suyas”.
Mucha gente todavía cree, lo manifieste o no, en la
superioridad de unas culturas sobre otras porque ello va ligado a la ideología
del progreso. Si “nosotros” estamos más desarrollados que “ellos” es porque
“nuestra cultura” es superior a la “suya”. Hoy se llama a esto racismo de la
diferencia, nuevo racismo, fundamentalismo cultural, racismo cultural o racismo
de identidad. En el fondo, es una forma de xenofobia estrechamente vinculada a
algunas corrientes nacionalistas.
El racismo necesita una determinada visión de la cultura
para poder mostrar la superioridad de unas razas, más civilizadas, más
avanzadas, más refinadas, más desarrolladas técnicamente. Como dice Verena
Stolcke, el fundamentalismo cultural es una ideología de exclusión colectiva
basada en la idea del “otro” como extranjero, extraño al cuerpo político. En su
núcleo está la presunción de que los derechos sociales y políticos, es decir,
la igualdad política formal, presuponen una identidad cultural, y que, por lo
tanto, esta igualdad cultural es el prerrequisito esencial para acceder a los
derechos de ciudadanía.
El racismo clásico postulaba una diferencia racial natural
inherente a los humanos y una jerarquía entre las razas. Impresentable, es más
elegante el fundamentalismo cultural, que proclama la igualdad de todos los seres
humanos como poseedores de culturas igualmente respetables, pero con una
tendencia natural al etnocentrismo, cuando no a la xenofobia, a considerar
naturalmente conflictiva la relación entre culturas diferentes. La cultura se ha convertido en un sustituto de la raza: ley
de extranjería, importación de población fértil para mantener el estado de
bienestar y búsqueda de población “semejante” (latinoamericanos, europeos del
este). El racismo es un fenómeno complejo que no tiene que ver con la
irracionalidad y la ignorancia; es un discurso que comparte dosis de prejuicio
etnocéntrico, xenofobia, culturalismo y ciencia de las razas.
¿Cómo entra el racismo en los mecanismos institucionales del
Estado y en la modernidad? En un extremo encontramos que la existencia de razas
facilita la gestión cuando se quiere depurar la sociedad y facilita que sea la
misma sociedad la que lo desee activamente (limpieza étnica de la ex-Yugoslavia).
En el otro, mediante leyes de extranjería que parecen olvidar nuestra propia
historia como emigrantes (en otro tiempo llegaban vascos a las costas
sudamericanas en imágenes muy semejantes a las que hoy vemos en el estrecho de
Gibraltar).
En un mundo donde la posibilidad de sobrevivir está ligada
forzosamente al desplazamiento migratorio, la diferencia, que podía parecer
clara inicialmente, entre genocidio y expulsión se diluye enormemente. No permitir
la entrada de personas directamente amenazadas de muerte a países que son los
principales responsables –bien por el mantenimiento de políticas de
subvenciones agrarias, o bien por la expoliación de recursos mediante las
transnacionales– de esta carencia de alternativas es exactamente lo mismo que
un genocidio. Y esto sin la necesidad de recordar las consecuencias del
colonialismo en estos países.
La cultura es, pues, una parte básica del imaginario. El racismo biológico pedía pureza de sangre; el
cultural, papeles.
(Adaptación basada en el documento "La deconstrucción de las identidades" de Joan Campàs Montaner)
(Adaptación basada en el documento "La deconstrucción de las identidades" de Joan Campàs Montaner)
No hay comentarios:
Publicar un comentario