lunes, 27 de mayo de 2013

¿PARA QUÉ APELAR A LA RAZA, SI ES MÁS ELEGANTE LA CULTURA? 

Si se piensa con un mínimo detenimiento, observamos hasta qué punto los contenidos que se suponen fuente de la identidad son puramente arbitrarios. ¿Qué es lo que define una categoría identitaria? ¿La lengua? ¿Las costumbres? ¿Qué costumbres? ¿Es el sentimiento nacionalista?  Afirmar que estos podrían ser rasgos identificadores implicaría excluir a todos aquellos que no participaran de ellos. Según esta visión reduccionista, sería incompatible ser plenamente vasco y, al mismo tiempo, votante de los partidos estatales, hincha del Barça o vegetariano.

Cualquier inventario de rasgos identificatorios resulta solo aplicable a una parte de quienes se afirman y son reconocidos como miembros de un determinado colectivo. Así, seguramente, todos nosotros estaremos de acuerdo en afirmar que existe una cultura gitana, pero nos será muy difícil encontrar un mismo conjunto de rasgos en todos aquellos que se denominan a sí mismos o son denominados gitanos: muy pocos hablan el caló; muchos se han asentado sin que su renuncia al nomadismo haya menguado su conciencia de “gitaneidad”; ni siquiera el debilitamiento o la desaparición de su estructuración familiar en linajes o su masiva adhesión a cultos pentecostalistas han supuesto una disolución de la identidad gitana. Aquí radica el peligro de los discursos de quienes se presentan como de reconocimiento “de la diferencia” o que reclaman derechos colectivos para ciertos grupos conceptualizados oficialmente como “minorías étnicas”, que es fácil que acaben produciendo efectos perversos porque la designación de un grupo como minoritario o étnico en cierta medida ya predispone a entenderlo como segregado jurídicamente y poder ser estigmatizado a continuación.

Por otro lado, la voluntad de reconocer segmentos claramente diferenciados de la población urbana puede desembocar en una artificial división de la sociedad en segmentos netamente distinguibles que no existen en realidad. Así, observamos que la cualificación de asiático, hispano o negro en Estados Unidos designa a minorías étnicas que no existen sino virtualmente, y que concentran a grupos humanos sin ninguna relación entre sí. La categoría “hispano” no distingue a un puertorriqueño de un colombiano, a un inmigrante ilegal mexicano de un español exitoso actor de cine. De manera similar, en Francia, las zonas donde se agrupan camboyanos, laosianos, vietnamitas o tailandeses también son denominadas arbitrariamente chinatowns. Todas ellas etiquetas que van conformando una visión de la alteridad que acepta con suavidad a continuación otras etiquetas más claramente segregacionistas como maketos, sudacas o moros.

Por si no teníamos bastante con la polisemia de nación y de identidad, es igual o más impresionante la polisemia de la que disfruta el concepto de cultura, hasta el punto de que la cultura ha acabado significándolo todo. Dentro del contexto de la posmodernidad, el término cultura se aplica a cualquier manifestación humana: la cultura de las drogas, la cultura de los hackers, la cultura gastronómica, la cultura de empresa a la cultura indie, etc. Utilizado de este modo, el concepto se vuelve extremadamente vago, flexible y relativo, de modo que lo significa todo y nada al mismo tiempo. Todo puede ser, por lo tanto, analizado o comentado en términos de cultura. Por ejemplo, el debate sobre la posesión de armas en Estados Unidos: quienes las defienden usan el argumento de que forma parte de su cultura. Lo mismo dicen los defensores de las corridas de toros.

La interacción entre grupos de individuos sería el espacio donde existiría casi físicamente la cultura. Ahora el problema es decidir qué es un grupo, cuáles son sus atributos. Sin embargo, no existe ninguna característica que pueda ser calificada de definitiva, ni que sea permanente, ni que sea jerárquicamente más relevante que otra. Habrá tantas características grupales candidatas a ser el fundamento de la definición como grupos se puedan crear. Las características del grupo (identidad, lengua, conciencia de grupo, compartir actitudes y comportamientos o gastronomía, tener unos objetivos comunes, etc.) siempre dependen de los intereses de quien lo define como tal, siempre dependen del “otro” grupo.
Actualmente se están levantando voces contra el concepto descriptivo de cultura. Hay una serie de antropólogos que no se encuentran cómodos con un concepto que, según ellos, hace del otro un objeto, que ayuda a construir y mantener las diferencias culturales, un concepto de cultura que exagera las fronteras entre las culturas. Los más radicales son partidarios de sustituir cultura por el concepto foucaultiano de ‘discurso’.

El problema radica en la propia noción de cultura. Nos sentimos legitimados por la noción de cultura a no hacer nada para conocer los referentes de los “otros”, dado que son “ellos” quienes están en “mi” país y quienes deben dar el paso (hay un paso porque hay una frontera, un límite que cruzar). Ellos – dado que son de “otra” cultura– se pueden sentir legitimados a no hablar “mi” lengua, a no asumir a “mis” poetas, “mis” canciones; pero sí a conocerlos, oírlos, respetarlos y apreciarlos, y siempre como algo exterior a ellos, porque tienen “otra” cultura, ellos son inmigrantes: aquellos poetas o aquellas canciones no serán nunca “suyas”.
Mucha gente todavía cree, lo manifieste o no, en la superioridad de unas culturas sobre otras porque ello va ligado a la ideología del progreso. Si “nosotros” estamos más desarrollados que “ellos” es porque “nuestra cultura” es superior a la “suya”. Hoy se llama a esto racismo de la diferencia, nuevo racismo, fundamentalismo cultural, racismo cultural o racismo de identidad. En el fondo, es una forma de xenofobia estrechamente vinculada a algunas corrientes nacionalistas.
El racismo necesita una determinada visión de la cultura para poder mostrar la superioridad de unas razas, más civilizadas, más avanzadas, más refinadas, más desarrolladas técnicamente. Como dice Verena Stolcke, el fundamentalismo cultural es una ideología de exclusión colectiva basada en la idea del “otro” como extranjero, extraño al cuerpo político. En su núcleo está la presunción de que los derechos sociales y políticos, es decir, la igualdad política formal, presuponen una identidad cultural, y que, por lo tanto, esta igualdad cultural es el prerrequisito esencial para acceder a los derechos de ciudadanía.

El racismo clásico postulaba una diferencia racial natural inherente a los humanos y una jerarquía entre las razas. Impresentable, es más elegante el fundamentalismo cultural, que  proclama la igualdad de todos los seres humanos como poseedores de culturas igualmente respetables, pero con una tendencia natural al etnocentrismo, cuando no a la xenofobia, a considerar naturalmente conflictiva la relación entre culturas diferentes. La cultura se ha convertido en un sustituto de la raza: ley de extranjería, importación de población fértil para mantener el estado de bienestar y búsqueda de población “semejante” (latinoamericanos, europeos del este). El racismo es un fenómeno complejo que no tiene que ver con la irracionalidad y la ignorancia; es un discurso que comparte dosis de prejuicio etnocéntrico, xenofobia, culturalismo y ciencia de las razas.

¿Cómo entra el racismo en los mecanismos institucionales del Estado y en la modernidad? En un extremo encontramos que la existencia de razas facilita la gestión cuando se quiere depurar la sociedad y facilita que sea la misma sociedad la que lo desee activamente (limpieza étnica de la ex-Yugoslavia). En el otro, mediante leyes de extranjería que parecen olvidar nuestra propia historia como emigrantes (en otro tiempo llegaban vascos a las costas sudamericanas en imágenes muy semejantes a las que hoy vemos en el estrecho de Gibraltar).

En un mundo donde la posibilidad de sobrevivir está ligada forzosamente al desplazamiento migratorio, la diferencia, que podía parecer clara inicialmente, entre genocidio y expulsión se diluye enormemente. No permitir la entrada de personas directamente amenazadas de muerte a países que son los principales responsables –bien por el mantenimiento de políticas de subvenciones agrarias, o bien por la expoliación de recursos mediante las transnacionales– de esta carencia de alternativas es exactamente lo mismo que un genocidio. Y esto sin la necesidad de recordar las consecuencias del colonialismo en estos países.

La cultura es, pues, una parte básica del imaginario.  El racismo biológico pedía pureza de sangre; el cultural, papeles.

(Adaptación basada en el documento "La deconstrucción de las identidades" de Joan Campàs Montaner) 

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