domingo, 26 de mayo de 2013

EL BUCLE (TAUTOLÓGICO) DE LA IDENTIDAD Y EL ESTADO


Me ha venido a la cabeza un libro especialmente provocador publicado en 1997, en años de fuego y plomo: “El bucle melancólico” de Jon Juaristi. Provocador por lo que tenía de osadía, no sólo intelectual en aquel tiempo, su irrupción analítica en el mundo de simbologías y mitos del nacionalismo vasco, de ciertas claves necesarias para su surgimiento y consolidación e incluso algunas de las especulaciones más o menos entretenidas sobre los posibles orígenes del pueblo vasco (Atlántida incluida) en la infatigable búsqueda nacionalista de arcadias con las cuales ensanchar el espacio del sentimiento de pérdida, agónico, que toda mitología nacionalista debe revelar para implantarse. Para muchos de sus detractores, sin duda el revuelo y la indignación causada en su día por el desafío intelectual que supuso aquella crítica a determinados tabús medulares del discurso nacionalista vasco, se justificaría hoy viendo la trayectoria personal y política de su autor, que desde la militancia en la ETA recién surgida en los últimos años de la década de los 60, y pasando por diferentes militancias en la geografía de la izquierda radical y constitucionalista, finalmente se sitúa en el campo conservador y asume activamente la defensa del nacionalismo español.

Y es que el sistema de construcción binario de identidades puede operar con los mismos mecanismos en cualquiera de los sentidos. ¿No parece en muchas ocasiones que los instrumentos o procesos  de cualquier naturaleza –emocional, protohistórica, económica…- aprovechados para solidificar un determinado caldo identitario que señala a un ‘otro’ agresor, son precisamente los mismos, o muy análogos, a los que puede recurrir el ‘otro’ para justificar su propia existencia y expansión en contraposición al primero? ¿No se construye cualquier alteridad con los mismos procesos y claves que el ‘otro’, situado en extramuros, utilizará a su vez para finalmente crear un bucle borrascoso, tautológico y paralizante? A su vez, ¿no están todas las identidades concurrentes aguijoneadas por las mismas señas referidas a la nación y el estado-nación, la lengua, la cultura, la identidad nacional, la memoria histórica, la globalización en todas sus vertientes, la inmigración, la interculturalidad y la necesidad de establecer una nueva ciudadanía competitiva, y comparten e influyen mutuamente para afrontar estos problemas?

En el pasado, a partir de las revoluciones burguesas ¿qué causas impulsaron la creación de estados nacionales? Se suelen citar, como básicas, la de encontrar un marco adecuado para el propósito de estructuración económica, el ordenamiento social e institucionalización política a los que aspiraba la burguesía, la creación de un único marco de acción política, eliminando todo particularismo y privilegio local (era necesario que nada escapara a la fiscalización y control del poder del estado-nación), la ruptura con cualquier vestigio de feudalismo y la instauración de un sistema que hacía hincapié en el derecho del hombre al disfrute de las libertades según el postulado de igualdad ante la ley (con esto se creaban el sustrato de solidaridad y conciencia comunes necesario para integrar a todos los miembros de la nación).
Al identificar la burguesía la nación con el estado, sus límites territoriales definirían el área de mercado integrado y homogéneo de los diferentes productos nacionales. Era necesario que el estado impidiera competencias ajenas mediante la adopción de medidas proteccionistas. El capitalismo financiero hizo más necesario el fortalecimiento de los estados nacionales como áreas de mercado. La burguesía perseguía una finalidad social en unos momentos en los que la lucha de clases empezaba a agudizarse gracias a la aparición de organizaciones obreras. La nación, como idea y realidad que integraba a todos los ciudadanos, se iba a convertir en el marco y fin de toda actividad: contribuir a las tareas que implicaran un beneficio para la nación era, por lo tanto, un deber de todos. La nación estaba por encima de todo el mundo y englobaba a todas las clases sociales, convirtiéndose en un ámbito en el que se podrían resolver los conflictos sin que existiera el peligro de una lucha abierta entre las diferentes clases sociales.

Estamos, pues, en un escenario totalmente distinto. La economía, y más concretamente su sistema financiero, resulta inviable en un contexto nacional cerrado, y la mundialización comercial, de capitales, demográfica, cultural y simbólica está abriendo la puerta a una revolución en medio de la cual nos situamos en este tiempo. No hay ya sistemas absolutistas que derribar y las clases sociales deberán reformularse, desaparecer o emerger como fruto de las nuevas realidades geoestratégicas del sistema innovación-producción-consumo, el control sobre las materias primas, los procesos demográficos (en los que el envejecimiento de la población, las migraciones y las diferentes saturaciones  jugarán un papel clave) y el cambio del concepto de trabajo.
Hoy, más que nunca, las naciones son, en realidad, comunidades imaginadas, como dice Benedict Anderson, pero es cierto que esto no significa que sean irreales o inexistentes. Y es que las naciones, a pesar de toda una serie de elementos para su explicación objetiva como pueden ser la economía, el paisaje, la historia, la simbología o la lengua, son realidades que para existir y ser como son dependen necesariamente de las actitudes proposicionales de los individuos que las integran. Aceptemos que las naciones son un fenómeno de conciencia colectiva, pero esto no nos debería llevar a pensar que su articulación política no sea torpe en su adaptación al nuevo tiempo histórico, a la nueva civilización que se alumbra, si no está presente ya aunque no seamos capaces de definirla.

Es necesaria la ruptura con la alteridad que se resuelve únicamente con un finalismo estatalista para todo tipo de identidad que, aunque consolidada como conciencia colectiva, en muchos casos niega implícita o explícitamente la enorme homologación elemental, cultural y simbólica que presentan las diferentes referencias nacionales en nuestro territorio geográfico, en la misma medida que son ciertas  e igualmente considerables sus señas identificativas. Afirmación que no oculta la evidente renuencia del ‘nacionalismo completo’ y hegemónico, el español, a considerar en un plano de aceptación mutua las realidades y proposiciones derivadas de la plurinacionalidad del estado.

Con todo, parece llegado el momento de romper el bucle melancólico y tautológico de acusaciones mutuas y respuestas simétricas –acción/reacción- , de considerar la posibilidad de la comunidad plurinacional pacífica, abierta y plural, siempre que se acuerde un compromiso inicial a favor de la contemporaneidad del pensamiento, descartando la constante “invención de la tradición” con la que tan acertadamente definió Eric Hosbawm la cansina creatividad invertida en la construcción de imaginarios, hasta llegar incluso a la contra-ciencia y al absurdo para justificar la existencia de constructos de nacionalismo esencialista, fuera de lugar en la sociedad de nuestros días, en los que parece que el debilitamiento del estado-nación, debido a los mismos problemas globales compartidos, ha convertido la argumentación política y social en un discurso fundamentalmente cultural e identitario cuando, por otra parte, trata de justificar una evidente intención principal por constituir un nuevo espacio de poder y dominación.

(Adaptación basada en el documento "La deconstrucción de las identidades" de Joan Campàs Montaner)

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