lunes, 27 de mayo de 2013

¿PARA QUÉ APELAR A LA RAZA, SI ES MÁS ELEGANTE LA CULTURA? 

Si se piensa con un mínimo detenimiento, observamos hasta qué punto los contenidos que se suponen fuente de la identidad son puramente arbitrarios. ¿Qué es lo que define una categoría identitaria? ¿La lengua? ¿Las costumbres? ¿Qué costumbres? ¿Es el sentimiento nacionalista?  Afirmar que estos podrían ser rasgos identificadores implicaría excluir a todos aquellos que no participaran de ellos. Según esta visión reduccionista, sería incompatible ser plenamente vasco y, al mismo tiempo, votante de los partidos estatales, hincha del Barça o vegetariano.

Cualquier inventario de rasgos identificatorios resulta solo aplicable a una parte de quienes se afirman y son reconocidos como miembros de un determinado colectivo. Así, seguramente, todos nosotros estaremos de acuerdo en afirmar que existe una cultura gitana, pero nos será muy difícil encontrar un mismo conjunto de rasgos en todos aquellos que se denominan a sí mismos o son denominados gitanos: muy pocos hablan el caló; muchos se han asentado sin que su renuncia al nomadismo haya menguado su conciencia de “gitaneidad”; ni siquiera el debilitamiento o la desaparición de su estructuración familiar en linajes o su masiva adhesión a cultos pentecostalistas han supuesto una disolución de la identidad gitana. Aquí radica el peligro de los discursos de quienes se presentan como de reconocimiento “de la diferencia” o que reclaman derechos colectivos para ciertos grupos conceptualizados oficialmente como “minorías étnicas”, que es fácil que acaben produciendo efectos perversos porque la designación de un grupo como minoritario o étnico en cierta medida ya predispone a entenderlo como segregado jurídicamente y poder ser estigmatizado a continuación.

Por otro lado, la voluntad de reconocer segmentos claramente diferenciados de la población urbana puede desembocar en una artificial división de la sociedad en segmentos netamente distinguibles que no existen en realidad. Así, observamos que la cualificación de asiático, hispano o negro en Estados Unidos designa a minorías étnicas que no existen sino virtualmente, y que concentran a grupos humanos sin ninguna relación entre sí. La categoría “hispano” no distingue a un puertorriqueño de un colombiano, a un inmigrante ilegal mexicano de un español exitoso actor de cine. De manera similar, en Francia, las zonas donde se agrupan camboyanos, laosianos, vietnamitas o tailandeses también son denominadas arbitrariamente chinatowns. Todas ellas etiquetas que van conformando una visión de la alteridad que acepta con suavidad a continuación otras etiquetas más claramente segregacionistas como maketos, sudacas o moros.

Por si no teníamos bastante con la polisemia de nación y de identidad, es igual o más impresionante la polisemia de la que disfruta el concepto de cultura, hasta el punto de que la cultura ha acabado significándolo todo. Dentro del contexto de la posmodernidad, el término cultura se aplica a cualquier manifestación humana: la cultura de las drogas, la cultura de los hackers, la cultura gastronómica, la cultura de empresa a la cultura indie, etc. Utilizado de este modo, el concepto se vuelve extremadamente vago, flexible y relativo, de modo que lo significa todo y nada al mismo tiempo. Todo puede ser, por lo tanto, analizado o comentado en términos de cultura. Por ejemplo, el debate sobre la posesión de armas en Estados Unidos: quienes las defienden usan el argumento de que forma parte de su cultura. Lo mismo dicen los defensores de las corridas de toros.

La interacción entre grupos de individuos sería el espacio donde existiría casi físicamente la cultura. Ahora el problema es decidir qué es un grupo, cuáles son sus atributos. Sin embargo, no existe ninguna característica que pueda ser calificada de definitiva, ni que sea permanente, ni que sea jerárquicamente más relevante que otra. Habrá tantas características grupales candidatas a ser el fundamento de la definición como grupos se puedan crear. Las características del grupo (identidad, lengua, conciencia de grupo, compartir actitudes y comportamientos o gastronomía, tener unos objetivos comunes, etc.) siempre dependen de los intereses de quien lo define como tal, siempre dependen del “otro” grupo.
Actualmente se están levantando voces contra el concepto descriptivo de cultura. Hay una serie de antropólogos que no se encuentran cómodos con un concepto que, según ellos, hace del otro un objeto, que ayuda a construir y mantener las diferencias culturales, un concepto de cultura que exagera las fronteras entre las culturas. Los más radicales son partidarios de sustituir cultura por el concepto foucaultiano de ‘discurso’.

El problema radica en la propia noción de cultura. Nos sentimos legitimados por la noción de cultura a no hacer nada para conocer los referentes de los “otros”, dado que son “ellos” quienes están en “mi” país y quienes deben dar el paso (hay un paso porque hay una frontera, un límite que cruzar). Ellos – dado que son de “otra” cultura– se pueden sentir legitimados a no hablar “mi” lengua, a no asumir a “mis” poetas, “mis” canciones; pero sí a conocerlos, oírlos, respetarlos y apreciarlos, y siempre como algo exterior a ellos, porque tienen “otra” cultura, ellos son inmigrantes: aquellos poetas o aquellas canciones no serán nunca “suyas”.
Mucha gente todavía cree, lo manifieste o no, en la superioridad de unas culturas sobre otras porque ello va ligado a la ideología del progreso. Si “nosotros” estamos más desarrollados que “ellos” es porque “nuestra cultura” es superior a la “suya”. Hoy se llama a esto racismo de la diferencia, nuevo racismo, fundamentalismo cultural, racismo cultural o racismo de identidad. En el fondo, es una forma de xenofobia estrechamente vinculada a algunas corrientes nacionalistas.
El racismo necesita una determinada visión de la cultura para poder mostrar la superioridad de unas razas, más civilizadas, más avanzadas, más refinadas, más desarrolladas técnicamente. Como dice Verena Stolcke, el fundamentalismo cultural es una ideología de exclusión colectiva basada en la idea del “otro” como extranjero, extraño al cuerpo político. En su núcleo está la presunción de que los derechos sociales y políticos, es decir, la igualdad política formal, presuponen una identidad cultural, y que, por lo tanto, esta igualdad cultural es el prerrequisito esencial para acceder a los derechos de ciudadanía.

El racismo clásico postulaba una diferencia racial natural inherente a los humanos y una jerarquía entre las razas. Impresentable, es más elegante el fundamentalismo cultural, que  proclama la igualdad de todos los seres humanos como poseedores de culturas igualmente respetables, pero con una tendencia natural al etnocentrismo, cuando no a la xenofobia, a considerar naturalmente conflictiva la relación entre culturas diferentes. La cultura se ha convertido en un sustituto de la raza: ley de extranjería, importación de población fértil para mantener el estado de bienestar y búsqueda de población “semejante” (latinoamericanos, europeos del este). El racismo es un fenómeno complejo que no tiene que ver con la irracionalidad y la ignorancia; es un discurso que comparte dosis de prejuicio etnocéntrico, xenofobia, culturalismo y ciencia de las razas.

¿Cómo entra el racismo en los mecanismos institucionales del Estado y en la modernidad? En un extremo encontramos que la existencia de razas facilita la gestión cuando se quiere depurar la sociedad y facilita que sea la misma sociedad la que lo desee activamente (limpieza étnica de la ex-Yugoslavia). En el otro, mediante leyes de extranjería que parecen olvidar nuestra propia historia como emigrantes (en otro tiempo llegaban vascos a las costas sudamericanas en imágenes muy semejantes a las que hoy vemos en el estrecho de Gibraltar).

En un mundo donde la posibilidad de sobrevivir está ligada forzosamente al desplazamiento migratorio, la diferencia, que podía parecer clara inicialmente, entre genocidio y expulsión se diluye enormemente. No permitir la entrada de personas directamente amenazadas de muerte a países que son los principales responsables –bien por el mantenimiento de políticas de subvenciones agrarias, o bien por la expoliación de recursos mediante las transnacionales– de esta carencia de alternativas es exactamente lo mismo que un genocidio. Y esto sin la necesidad de recordar las consecuencias del colonialismo en estos países.

La cultura es, pues, una parte básica del imaginario.  El racismo biológico pedía pureza de sangre; el cultural, papeles.

(Adaptación basada en el documento "La deconstrucción de las identidades" de Joan Campàs Montaner) 

¿FUE LA TRANSICIÓN UNA OPORTUNIDAD PERDIDA? 

Cabe decir que cada individuo es depositario de dos herencias: una, vertical, nos viene de nuestros antepasados, de las tradiciones de nuestro pueblo, de nuestra comunidad religiosa; la otra, horizontal, nos viene de nuestra época, de nuestros contemporáneos. Esta última es, hoy, la más determinante y cada día lo será más; sin embargo, esta realidad mantiene un peso variable en la percepción que tenemos de nosotros mismos con respecto a la relación con el pasado.

Esta constatación es pertinente en cuanto que los individuos, como testigos del recorrido por el tiempo que nos toca vivir hemos ido formulando y construyendo una suerte de teoría personal -compartida con y desde algún grupo- sobre lo que directamente hemos / vamos conociendo. Pero ¿cómo incorporamos la herencia no experimentada, la recibida a través del relato histórico? Aquí entran en juego una multiplicidad de factores, educativos, emocionales, cualitativos en cuanto a la cientificidad o el canal de transmisión, en coherencia con rasgos, simbología y créditos de un entorno con el que previamente hemos decidido identificarnos… Incluso evolutivos o generacionales, en el sentido de que cada una de las generaciones encuentra en cada tiempo diferentes condiciones objetivas para establecer diferentes niveles de ruptura o consenso con el pasado.  Así, es posible encontrar hoy día jóvenes que apelan con firmeza a supuestos mitos del Antiguo Régimen o directamente feudal para invocar derechos nacionales históricos, haciendo un silencio intelectual sobre la historia más cercana, mientras que coetáneos de los años negros del franquismo ponen a cero el contador de la historia en el período de transición, extendiendo hasta nuestros días aquel momento para realizar una justificación complaciente sobre el desaguisado actual en lo que respecta a la pluralidad nacional el estado español.

El siglo XIX fue un periodo clave en la definición de la ‘identidad proyecto’ -en palabras de Manuel Castell- española, según la cual la pertenencia a España –concepto inmutable- no se considera el fruto del azar, sino el resultado lógico de una historia providente e incuestionable. Durante este siglo se pone en marcha un proceso de nacionalización española, de construcción de un imaginario identificativo establecido en cuatro principios: la naturaleza de un territorio (la península); la catolicidad como seña de identidad cultural; el relato de un imaginario épico de gestas y “hazañas bélicas”; y, por fin, la perspectiva castellano-céntrica instituyendo el castellano y sus consiguientes significaciones culturales no ya como un (im)posible idioma franco, sino como el idioma de la nación. Este proceso de nacionalización se desarrolla -utilizando el discurso de Eugen Weber- en un proceso inseparable de la información, la mejora de las comunicaciones, la transformación de los espacios por las nuevas carreteras y ferrocarriles, la unificación económica del territorio, la alfabetización y la escolarización promovida por la extensión de la escuela pública unitaria y la socialización creada por el servicio militar obligatorio. De esta manera, la adquisición de la nueva nacionalidad puede ser concebida por amplias capas de la población como un progreso, como una forma de ascenso social y político, como la incorporación a un colectivo que era considerado mejor.

En cualquier caso, este intenso proceso nacionalizador del agitado siglo XIX tuvo diferente suerte, correlaciones y alternativas a lo largo del período liberal, las guerras carlistas, el Sexenio, los inacabables pronunciamientos militares, la restauración, las dictaduras... hasta desembocar finalmente en la II República que supuso un punto de encuentro en la necesaria convivencia de un pluralismo nacional permanentemente protagonista de esta apasionante trama histórico-política.

No duró mucho, el ilegal pero triunfante alzamiento fascista del general Franco (caudillo de España por la gracia de Dios) intentó consolidar a sangre y fuego el estado-nación de los ultramoderados del siglo XIX mediante un conjunto de formas institucionales donde coexistían los elementos feudal-absolutistas con los fascistas en las estructuras capitalistas, y todo ello legitimado con la represión, la arbitrariedad jurídica y la teocracia (bendecida por la jerarquía eclesiástica y el propio Papa Pío XII). El encuentro identitario era una quimera en una ‘reserva espiritual de Occidente’ donde sólo cabía una patria grande y libre, una bandera, una lengua, un dios y un solo destino en lo universal. Fuera de este asfixiante lugar sólo cabía el olvido, el destierro o el castigo. Un derrumbe de libertades y democracia, de músculo social, donde el daño infringido a toda la sociedad plural es incalculable.

Afortunadamente, la ley natural se impone. Franco muere (por fin) y, como sostiene Josep Fontana, no era posible que después de su muerte las cosas siguieran sin ningún tipo de cambio, como podía hacer pensar el “atado y bien atado” que proclamaba el dictador, quien confiaba, en última instancia, en el ejército.

La sociedad española, activada en lo político y en un contexto de ‘desarrollismo económico’ favorable, se entregó a la restitución de las libertades usurpadas y rompió paulatinamente la solidez de un régimen bien equipado contra la subversión y que había dejado sus testaferros: es la transición española, un momento clave, un punto de giro en el guión de la historia, un fenómeno tectónico en que todo tipo de fuerzas y poderes friccionaban entre sí en un triángulo de decisión: inmovilismo – reformismo – ruptura democrática. Fuertemente condicionada por la superación del trauma, bajo la mirada atenta de un ejército monolítico y montaraz, y con posibles errores políticos en su negociación –por ejemplo, desde Cataluña-,  lo cierto es que la Constitución de 1978, documento fundacional de la nueva etapa democrática, no alza suficientemente el vuelo como sí lo hace en otros derechos, e intenta una ecuación manifiestamente insatisfactoria para resolver la pluralidad nacional de aquella sociedad y, como es incuestionable, menos aún de la sociedad actual, treinta y cinco años después: fundamenta a la nación española como patria  común e indivisible de todos los españoles mientras, a cambio de reconocer el término ‘nacionalidades’, fija límites a su derecho en el linde de lo autonómico. Un término, ‘nacionalidades’ que, además de las tres comunidades históricas ha alcanzado en estos años también a Aragón, Islas Baleares, Canarias y Comunidad Valenciana.

¿Podía realmente haber sido el momento de encontrar un espacio integrador, acogedor para esta diversidad identitaria? Para Habermas, esta función integradora solo puede cumplirse efectivamente si las normas poseen un elemento de legitimidad que depende de cómo estas hayan sido creadas. Son legítimas cuando sus destinatarios “pueden al mismo tiempo sentirse, en conjunto, como autores racionales de estas normas”, es decir, cuando el procedimiento de creación de las normas reproduce el procedimiento argumentativo y consensual de la razón comunicativa, esto es, cuando se sigue el procedimiento democrático sin distorsiones, en una comunidad cuyos valores centrales incluyan la libertad, individual y colectiva. Es decir, no se legitiman solamente con su plebiscito, para el que, por cierto, en Euskadi no hubo ni quórum, tras una abstención activa.

¿Quizás hubiera sido posible avanzar con mentalidad republicana en dirección a transformar la conciencia nacional en una identidad política de cuño democrático hacia una nación de ciudadanía que encuentra su identidad no tanto en rasgos comunes de tipo étnico-cultural como en la praxis de ciudadanos que ejercen activamente todos sus derechos y deberes democráticos, compartidos y emancipadores?


¿Fue la transición una oportunidad perdida para haber evitado el hervidero autonómico actual con un coste social, político y económico incalculable, y que en Euskadi además dió coartada, que no justificación, al terror y el acoso a libertades individuales por parte de ETA? ¿Hubo tiempo y oportunidad para ello? Y una última pregunta casi más preocupante: Si en aquel periodo de estado roto y espíritu fundacional no fue posible ¿va a serlo ahora?

(Adaptación basada en el documento "La deconstrucción de las identidades" de Joan Campàs Montaner) 

¿PUEDE UN ESTADO LEGITIMAR UNA PLURALIDAD NACIONAL? 

Hay dos fenómenos que parecen característicos del periodo histórico actual. Por un lado, y tras su colapso económico y/o político, una cierta desintegración de determinados estados plurinacionales que han realizado diferentes recorridos en cuanto a la plenitud de sus soberanías, o bien negado la pluralidad de sus constituyentes nacionales (es el caso de la Unión Soviética, Yugoslavia, Checoslovaquia, Etiopía, Sudán y quizá de Sri Lanka, la India, Indonesia y Nigeria). Por otro lado, el desarrollo de las naciones que se detienen en el límite de la condición de estado, pero obligan al estado matriz a adaptarse y ceder soberanía (Cataluña, Euskadi, Flandes, Valonia, Escocia, Quebec, Kurdistán, Cachemira, Punjab o Timor Oriental).

El concepto de la modernidad o no de las naciones divide a los investigadores. Para Hans Kohn, Elie Kedourie, Ernest Gellner o Eric J. Hobsbawn, el nacionalismo es el resultado de las revoluciones americana y francesa y del proceso de industrialización; para Benedict Anderson, Liah Greenfeld, Susan Reynolds y Linda Colley, el nacionalismo tiene varios orígenes en diferentes partes del mundo y, por lo tanto, no puede hablarse de un único origen y, menos aún, de que este sea el resultado solo del impulso que ciertamente le dieron las revoluciones liberales. A menudo, la crítica de los historiadores al nacionalismo va dirigida contra las pretensiones nacionalistas de las minorías y muy pocas veces se dirige contra el nacionalismo de los grandes estados, que obviamente ha sido el más destructor.

En realidad, se podría establecer que, en contra de lo que a menudo se da por indiscutible, no es que un grupo humano se diferencie de los otros porque tiene unos rasgos culturales particulares, sino que adopta unos rasgos culturales singulares porque ha optado antes por diferenciarse. Como escribe Jean Pouillon, “unidades sobrepuestas definibles por y en ellas mismas [las etnias], no alimentan la base de una clasificación, sino que, al contrario, constituyen su producto. No se clasifica porque haya cosas que clasificar; es porque se clasifica por lo que se las puede descubrir”. No son las diferentes culturas las que producen la diversidad, sino que son los mecanismos de diversificación los que motivan la búsqueda de marcas que llenen de contenido la exigencia de un grupo humano de distinguirse.

A su vez, ningún individuo, en efecto, puede ser reducido a unidad identitaria, ni siquiera a la de él mismo en cuanto ser que se presume autónomo, en cuanto que miembro de una sociedad compleja como la actual. Por lo tanto, más que de identidad quizá habría que hablar de pluriidentidad o, incluso, de inidentidad. Ninguno de los espacios sociales que hoy por hoy definen una sociedad como la nuestra puede ser separado de los otros, unido como está a ellos por una espesa red de relaciones de mutua dependencia. Asimismo, las identidades grupales no pueden ser en ninguno de los casos segregadas claramente unas de otras, ni disfrutan de umbrales precisos.

Como sugieren Y. Tamir y K. A. Appiah, nada parece impedir que pensemos la identidad como un tipo de inidentidad, es decir, como la conjunción de las tres tesis siguientes:
1) que los humanos, en cuanto que seres concretos y ubicados, necesitan identidades que en buena medida resultan de la pertenencia a una comunidad;
2) que la identidad es, no obstante, también resultado de elecciones personales o, si se quiere, de la relativa autonomía de los individuos,
3) que los seres humanos pueden llegar a tener una identidad híbrida, dado que sus identidades nunca son absolutas o monolíticas, sino de grado, multiformes, cambiantes e inconclusas, esto es, identidades plurales que permiten a los individuos no solo sentirse miembros de una comunidad, sino de varias y, a la vez también, como pide el cosmopolitismo, partícipes del destino del resto de la humanidad. Sobra decir que esta inidentidad no es compatible con nacionalismos excluyentes.

Esta tesis sobre la posibilidad de identidades híbridas podría acoger cómodamente la proposición de la antropología simbólica o interpretativa sobre la cultura, a la que entiende como una serie de significados compartidos; la transmisión de significado entre individuos es su tema central. Pero ¿quién crea estos significados y quiénes los comparten? Esta versión de la cultura vista como un conjunto de significados compartidos nos lleva a considerar las culturas como centros de consenso comunicativo, y perdemos el sentido de la discrepancia, la discordia y las luchas de poder que rigen también la imposición de significados y su distribución. No nos pueden, ni podemos, pensar monolíticamente. Tampoco, en consecuencia, podemos pensar monolíticamente a los otros. Cuando hablamos de culturas sistemáticamente simplificamos, y simplificar es antes de nada un proceso político.

Descendiendo de nuevo al individuo, en las culturas dominantes omnipresentes, en el que el papel del estado está en mutación, cada quien debe proceder, por él mismo y para él mismo, a un trabajo de construcción personal, erigiéndose así en sujeto. Cada cual, convertido en sujeto de su propia existencia, combina libremente su pertenencia al mundo económico y técnico y la afirmación de su singularidad cultural, de la que reivindica ciertas particularidades más que otras, rehusando las identidades asignadas.

Se va cerrando el círculo: si la promoción de una nación comienza en una voluntad previa de diferenciación que promueva finalmente los rasgos singulares del  grupo humano que la integrará, y no al revés; si en la sociedad compleja actual la identidad de un individuo es difícilmente inclasificable, debiendo hablar más bien de inidentidades o identidades híbridas; si la asunción de la cultura como centro de consenso de significados compartidos tiene como consecuencia el monolitismo y la falta de prevención ante las inevitables luchas de poder que se producirán en su seno; si, en definitiva ante la omnipresencia de una cultura dominante cada individuo, convertido en sujeto afirma su singularidad cultural y, en línea de continuidad, su identidad… ¿qué contrato legitimador cabe para dar cabida a semejante pluralidad, a tal complejidad, casi caos, de significados y derechos?

Los estados, todos los estados conocidos, incluso los de confesión más liberal y discrecional, son unas fantásticas maquinarias de regulación, de normalización legal de las transacciones humanas. Una legitimación nacional, un nuevo estatus reconocedor de identidad constituida,  necesita del acuerdo participativo de los individuos, y también (no conocemos aún otra técnica) del concurso de las élites que acabarán dándolo forma institucional.

Si lo relativo a lo humano en comunidad, lo cultural y lo simbólico por compartir, si el individuo como sujeto, si toda esta pluralidad es difícilmente regulable o contenida en el lenguaje apropiado ¿qué quedará por legitimar? Sin duda, el importante dominio de lo institucional, las cosas y los haberes, los servicios y el mantenimiento de las constantes de los ciudadanos. Pero en qué lugar del camino se perdería la posibilidad de establecer espacios para la legitimación de lo intangible, de los universos de significados por compartir, de las identidades definiéndose en el continuo intercambio que a su vez las ayude a redefinirse. ¿Qué oportunidades se perderían para la hibridación, para la pluralidad cultural y simbólica de naciones en contraste productivo, por mucho que la convivencia a veces roce algunos límites?

La pregunta clave es cómo vivir juntos iguales y diferentes. Es difícil.

(Adaptación basada en el documento "La deconstrucción de las identidades" de Joan Campàs Montaner)  

domingo, 26 de mayo de 2013

¿NUEVOS ESTADOS-NACIÓN EN EL LABERINTO GLOBAL?

La era de la globalización manifiesta también un resurgimiento nacionalista, expresado tanto en el desafío hacia los estados-nación establecidos como en la extensa (re)construcción de la identidad basada en la nacionalidad, siempre afirmada contra lo que es ajeno.
Esto ha sorprendido a algunos observadores porque se había declarado la defunción del nacionalismo de una muerte triple: la globalización de la economía y la internacionalización de las instituciones políticas; el universalismo de una cultura en buena medida compartida, difundida por los medios de comunicación electrónicos, la educación, la alfabetización, la urbanización y la modernización; y el asalto teórico al propio concepto de naciones, declaradas “comunidades imaginadas” en las vagas versiones de la teoría anti-nacionalista  o incluso “invenciones históricas arbitrarias”, según la formulación de Gellner, que surgen de movimientos nacionalistas dominados por la élite en su camino para construir el estado-nación moderno.

Este resurgimiento viene marcado por un doble proceso aparentemente contradictorio: la globalización económica, tecnológica, ecológica, mediática y cultural del planeta, y la fragmentación política, étnica, cultural y religiosa. Una globalización que de manera paralela desarrolla la expansión de diferentes marcos internacionales, pluriestatales, tanto en lo económico-institucional (el propio proceso de la Unión Europea, la CELAC latinoamericana), económico-financiero (Mercosur, Foro Económico Mundial, la ampliación del G7 al G27), o incluso en el campo de los movimientos sociales y alternativos (Foro Social Mundial…).

En medio de este proceso de creciente institucionalización pluriestatal es donde tienen lugar hoy los diferentes pulsos mantenidos – ya desde hace décadas y con diferentes ciclos de intensidades- entre determinadas minorías nacionales y los estados que los incluyen y que detentan las facultades constitucionales de los diferentes poderes estatales y la representatividad diplomática internacional. Minorías nacionales en el sentido referido por Kymlicka como los “grupos que constituyen sociedades completas y funcionales situadas en el territorio de origen antes de ser integradas en un Estado más importante”. Agrupa, pues, naciones sin estado (Quebec, Puerto Rico, Escocia…) y pueblos autóctonos (indios, inuits, sami, maorí…).

Y, en nuestro territorio, las comunidades nacionales de Cataluña, Euskadi y Galicia. En los tres casos, aunque con notables diferencias, se dan unas élites políticas, correspondidas por unas magnitudes de población no objetivables, sólo previsibles por extrapolación de los resultados electorales y otros sondeos estadísticos pero no expresadas en consulta concreta a tal fin, que reclaman un espacio político propio enumerando una multiplicidad de facetas: sociológica y psicológica, en la medida en que concierne a las modalidades de construcción de la identidad; política, porque cuestiona la sacralidad del estado completo, el estado-nación ajeno del que desea la segregación para constituirse a su vez en un estado-nación propio; administrativa, porque cuestiona la centralización; económica y social, porque recae en la división del trabajo, el modo de vida y la protección social.

Esta pretensión de constituirse en estado/nación propio respondería a un hecho que consideran inherente a la naturaleza humana y perteneciente al derecho: toda sociedad buscaría mantener su cohesión en el espacio y en el tiempo mediante la diferenciación de sus miembros respecto a los foráneos o, dicho de otro modo, porque toda sociedad tiene derecho a crear su propio mundo de sentido –sus propias significaciones sociales imaginarias– y sus propias instituciones para mantenerse unida como sociedad. Así, parece ser que todas las sociedades conocidas se han instituido mediante una “clausura de sentido”, entendiéndola como la necesidad de clausurarse ante el mundo exterior que la rodea. Se aproximaría a la plasmación política de lo que Derrida constata en el sentido de que toda comunidad suele tener un “exterior constitutivo” que interviene en el proceso de construcción del grupo, resultando así definida por su frontera con respecto al exterior.

Más allá de cerradas controversias sobre el derecho, el sujeto, los procedimientos avalados o no por la corrección constitucional, los porcentajes de población decisorios o la oportunidad táctica de esta facultad autodeterminadora, ante el problema o la expectativa de un nuevo estado-nación en el actual concierto global, cabe quizás una reflexión que eluda el actual bloqueo de pensamiento y acción, que podría centrase en dos hipótesis de resolución diferentes ante la tensión entre identidades y estados.

La primera hipótesis recogería la eventualidad de un nuevo estado-nación. Como han enfatizado Gellner, Hobsbawn o Kedourie, las naciones, las identidades nacionales son construcciones sociales e históricas. En esta creación, a partir de la Edad Moderna han sido esenciales el papel de la imprenta, la industrialización, los sistemas estatales de educación, la creación de lenguajes nacionales, los nuevos tipos de trabajos, la movilidad y la anomia sociales, las nuevas relaciones humanas, la importancia de los nuevos medios de comunicación, etc.,. Las naciones serían, pues, artefactos sociales creados por la ingeniería social, como las creencias, los símbolos, la memoria y los compromisos. En este sentido, el nacionalismo sería un fenómeno moderno que se encuentra en continuidad con algo viejo y antiguo.

Cabe esperar, pues, que aquel nacionalismo que aspire a autodeterminarse se construya bajo una cosmovisión crítica que parta de los modos contemporáneos que la sociedad del conocimiento ofrece, de la globalización y la ruptura de los viejos conceptos sobre fronteras políticas y extramuros culturales; de los nuevos universos simbólicos que las TIC son capaces de encender como la pólvora y hacer desaparecer a la semana siguiente; del conocimiento de las nuevas geopolíticas de los sistemas de producción y los mercados financieros; de un nuevo paradigma de la seguridad y el uso exclusivo de la fuerza armada; de la responsabilidad social ante los movimientos humanos, la ecología o los derechos de tercera generación; las nuevas exigencias de participación política y gobernanza… Es cierto, cabría exigírselo igualmente al estado-nación hegemónico, pero parece lógico que lo que quiera ser legitimado y constituirse en un nuevo espacio no puede nacer anclado y repetido en el viejo tiempo.

La segunda hipótesis parte de que ante la crisis del estado-nación, en la sociedad del conocimiento no se pueden ya mantener las estructuras actuales (ni probablemente de las futuras) del estado-nación, por más descentralizadas que se presenten. Por lo tanto, ¿qué puede hacer el estado-nación? Transformarse en estado red, en estado hipertextual, en el que los diferentes nodos sean los gobiernos autónomos, los ayuntamientos, las instituciones europeas (Tribunal Europeo, comisiones especializadas, etc.), los organismos no gubernamentales, las instituciones intermedias (Asociación de Regiones Europeas, Comité de Regiones y Municipios de Europa, etc.) o las instituciones multilaterales.

Es más que probable que el estado no desaparezca, pero parece bastante seguro que el estado del siglo XXI no puede ser ya el estado-nación de los últimos dos siglos. Cualquier comunidad tiene tantas historias posibles como proyectos de futuro nutren a sus miembros, cada sociedad es un conjunto de nodos en red donde se interrelacionan muchas identidades y narrativas, dentro de sí y con otras comunidades. Toda sociedad es plural, multinacional, diversa..., en definitiva, hipertextual, no lineal, “caótica”. Parece que el inmediato futuro apunte hacia la proliferación de nodos articulados en un estado hipertextual, cuyos enlaces deberían estar basados en el contrato social y en la radicalización democrática, es decir, en la libre interacción de sus intersecciones en la red. Debe ser el estado quien se adapte a la voluntad de los ciudadanos, y no al revés.

Es una hipótesis sólo tan audaz y compleja como la primera, pero probablemente mucho más esperanzadora para mirar al siglo XXI sin el velo de colores banderizos que Herder definió como Volksgeist, el espíritu nacional imposible de definir que ancla a los pueblos en el inmovilismo temeroso del ‘otro’.

(Adaptación basada en el documento "La deconstrucción de las identidades" de Joan Campàs Montaner)  

EL BUCLE (TAUTOLÓGICO) DE LA IDENTIDAD Y EL ESTADO


Me ha venido a la cabeza un libro especialmente provocador publicado en 1997, en años de fuego y plomo: “El bucle melancólico” de Jon Juaristi. Provocador por lo que tenía de osadía, no sólo intelectual en aquel tiempo, su irrupción analítica en el mundo de simbologías y mitos del nacionalismo vasco, de ciertas claves necesarias para su surgimiento y consolidación e incluso algunas de las especulaciones más o menos entretenidas sobre los posibles orígenes del pueblo vasco (Atlántida incluida) en la infatigable búsqueda nacionalista de arcadias con las cuales ensanchar el espacio del sentimiento de pérdida, agónico, que toda mitología nacionalista debe revelar para implantarse. Para muchos de sus detractores, sin duda el revuelo y la indignación causada en su día por el desafío intelectual que supuso aquella crítica a determinados tabús medulares del discurso nacionalista vasco, se justificaría hoy viendo la trayectoria personal y política de su autor, que desde la militancia en la ETA recién surgida en los últimos años de la década de los 60, y pasando por diferentes militancias en la geografía de la izquierda radical y constitucionalista, finalmente se sitúa en el campo conservador y asume activamente la defensa del nacionalismo español.

Y es que el sistema de construcción binario de identidades puede operar con los mismos mecanismos en cualquiera de los sentidos. ¿No parece en muchas ocasiones que los instrumentos o procesos  de cualquier naturaleza –emocional, protohistórica, económica…- aprovechados para solidificar un determinado caldo identitario que señala a un ‘otro’ agresor, son precisamente los mismos, o muy análogos, a los que puede recurrir el ‘otro’ para justificar su propia existencia y expansión en contraposición al primero? ¿No se construye cualquier alteridad con los mismos procesos y claves que el ‘otro’, situado en extramuros, utilizará a su vez para finalmente crear un bucle borrascoso, tautológico y paralizante? A su vez, ¿no están todas las identidades concurrentes aguijoneadas por las mismas señas referidas a la nación y el estado-nación, la lengua, la cultura, la identidad nacional, la memoria histórica, la globalización en todas sus vertientes, la inmigración, la interculturalidad y la necesidad de establecer una nueva ciudadanía competitiva, y comparten e influyen mutuamente para afrontar estos problemas?

En el pasado, a partir de las revoluciones burguesas ¿qué causas impulsaron la creación de estados nacionales? Se suelen citar, como básicas, la de encontrar un marco adecuado para el propósito de estructuración económica, el ordenamiento social e institucionalización política a los que aspiraba la burguesía, la creación de un único marco de acción política, eliminando todo particularismo y privilegio local (era necesario que nada escapara a la fiscalización y control del poder del estado-nación), la ruptura con cualquier vestigio de feudalismo y la instauración de un sistema que hacía hincapié en el derecho del hombre al disfrute de las libertades según el postulado de igualdad ante la ley (con esto se creaban el sustrato de solidaridad y conciencia comunes necesario para integrar a todos los miembros de la nación).
Al identificar la burguesía la nación con el estado, sus límites territoriales definirían el área de mercado integrado y homogéneo de los diferentes productos nacionales. Era necesario que el estado impidiera competencias ajenas mediante la adopción de medidas proteccionistas. El capitalismo financiero hizo más necesario el fortalecimiento de los estados nacionales como áreas de mercado. La burguesía perseguía una finalidad social en unos momentos en los que la lucha de clases empezaba a agudizarse gracias a la aparición de organizaciones obreras. La nación, como idea y realidad que integraba a todos los ciudadanos, se iba a convertir en el marco y fin de toda actividad: contribuir a las tareas que implicaran un beneficio para la nación era, por lo tanto, un deber de todos. La nación estaba por encima de todo el mundo y englobaba a todas las clases sociales, convirtiéndose en un ámbito en el que se podrían resolver los conflictos sin que existiera el peligro de una lucha abierta entre las diferentes clases sociales.

Estamos, pues, en un escenario totalmente distinto. La economía, y más concretamente su sistema financiero, resulta inviable en un contexto nacional cerrado, y la mundialización comercial, de capitales, demográfica, cultural y simbólica está abriendo la puerta a una revolución en medio de la cual nos situamos en este tiempo. No hay ya sistemas absolutistas que derribar y las clases sociales deberán reformularse, desaparecer o emerger como fruto de las nuevas realidades geoestratégicas del sistema innovación-producción-consumo, el control sobre las materias primas, los procesos demográficos (en los que el envejecimiento de la población, las migraciones y las diferentes saturaciones  jugarán un papel clave) y el cambio del concepto de trabajo.
Hoy, más que nunca, las naciones son, en realidad, comunidades imaginadas, como dice Benedict Anderson, pero es cierto que esto no significa que sean irreales o inexistentes. Y es que las naciones, a pesar de toda una serie de elementos para su explicación objetiva como pueden ser la economía, el paisaje, la historia, la simbología o la lengua, son realidades que para existir y ser como son dependen necesariamente de las actitudes proposicionales de los individuos que las integran. Aceptemos que las naciones son un fenómeno de conciencia colectiva, pero esto no nos debería llevar a pensar que su articulación política no sea torpe en su adaptación al nuevo tiempo histórico, a la nueva civilización que se alumbra, si no está presente ya aunque no seamos capaces de definirla.

Es necesaria la ruptura con la alteridad que se resuelve únicamente con un finalismo estatalista para todo tipo de identidad que, aunque consolidada como conciencia colectiva, en muchos casos niega implícita o explícitamente la enorme homologación elemental, cultural y simbólica que presentan las diferentes referencias nacionales en nuestro territorio geográfico, en la misma medida que son ciertas  e igualmente considerables sus señas identificativas. Afirmación que no oculta la evidente renuencia del ‘nacionalismo completo’ y hegemónico, el español, a considerar en un plano de aceptación mutua las realidades y proposiciones derivadas de la plurinacionalidad del estado.

Con todo, parece llegado el momento de romper el bucle melancólico y tautológico de acusaciones mutuas y respuestas simétricas –acción/reacción- , de considerar la posibilidad de la comunidad plurinacional pacífica, abierta y plural, siempre que se acuerde un compromiso inicial a favor de la contemporaneidad del pensamiento, descartando la constante “invención de la tradición” con la que tan acertadamente definió Eric Hosbawm la cansina creatividad invertida en la construcción de imaginarios, hasta llegar incluso a la contra-ciencia y al absurdo para justificar la existencia de constructos de nacionalismo esencialista, fuera de lugar en la sociedad de nuestros días, en los que parece que el debilitamiento del estado-nación, debido a los mismos problemas globales compartidos, ha convertido la argumentación política y social en un discurso fundamentalmente cultural e identitario cuando, por otra parte, trata de justificar una evidente intención principal por constituir un nuevo espacio de poder y dominación.

(Adaptación basada en el documento "La deconstrucción de las identidades" de Joan Campàs Montaner)

¿DE IDENTIDAD TAMBIÉN SE SUFRE?

Identidad es una de las palabras que más fortuna ha hecho en los últimos decenios en el discurso de las ciencias sociales, en la retórica de políticos y periodistas y en las creencias de la gente. Todo el mundo la busca y cree encontrarla, piensa haberla perdido y poderla recuperar. Sobre todo, se cree en su existencia, una identidad propia frente a las ajenas. ‘Frente a’. La RAE no deja lugar a confusión y define el término con un latigazo final –“frente a los demás”- en un estilo desafiante que contrasta con la nutrida gama de sinónimos tranquilizadores que muestra el diccionario sobre el mismo término.

Parece que no cabe la posibilidad de un sujeto sin identidad y todo el mundo busca una, pero en sí misma no podemos asegurar hasta qué punto existe, en la medida de que es difícilmente objetivable y, desde luego, apenas definible. En la permanente tensión que surge de la negociación permanente entre el yo y los demás que tiene como consecuencia el vivir, el individuo busca a lo largo de todo su proceso evolutivo un mundo instituido y acogedor de significaciones sociales, entre las que tienen un lugar central las significaciones que se refieren a las diferentes entidades colectivas –familia, parientes, grupo de edad, clase social, nación, etnia– de las que el individuo es miembro. Según Castoriadis, los modos como se desarrollan estos procesos de socialización-identificación del individuo tienen o una raíz psíquica o una raíz social. En cualquiera de los dos planos esta transmisión identitaria se homologa en la medida de que el individuo interioriza el rechazo a lo que le es extraño o se previene contra las significaciones existentes en el mundo exterior a su colectividad.

El problema filosófico de la identidad / alteridad viene de lejos. Responder a las preguntas de quién somos y qué significa ser están entre las primeras que se formuló la filosofía occidental, como lo evidencia el “conócete a ti mismo” de Sócrates. El pensamiento de la tradición occidental –que se remonta a la filosofía de Parménides– funda el predominio de la identidad y la unidad frente a la posibilidad de la alteridad y la pluralidad: lo que es verdadero, lo que es real, es uno e idéntico. También para Platón, lo que es verdaderamente, lo que es auténticamente real es uno y lo mismo: sólo lo que es idéntico tiene una esencia y esta es la que caracteriza aquello que es verdaderamente, aunque también ha de admitir algún tipo de entidad para lo que cambia, para lo que sucede, y defiende una cierta entidad –de segunda  fila– para el mundo sensible, un tipo de no-ser relativo que es la alteridad. Dos mil quinientos años después, muchos de los fenómenos sucedidos desde entonces o los contemporáneos que conocemos parecen acomodarse fatalmente a este discurso esencial y primigenio, que tiñe tanto lo más estrictamente ontológico como muchos de los más inexplicables y perversos comportamiento de comunidades sociales enteras que la historia nos muestra.

Porque, ¿quién define lo que soy o lo que somos? Si como dice Foucault parece claro que los sistemas de poder producen los tipos de sujetos que necesitan para su permanencia, se deduce que estos sistemas de poder producirán y definirán las identidades necesarias para el control de los sujetos. De este modo, la identidad, que debería ser un código natural abierto de adaptación de un sujeto a su conocimiento, a la memoria y a su contexto social, se convierte en un sistema binario de identidades que ha operado en detrimento de la posibilidad de opción de las personas, en detrimento de la necesidad de búsqueda y construcción de subjetividades diferentes, múltiples. La misma caja de herramientas identitaria  que debía facilitar la construcción de imaginarios propios válidos para el intercambio enriquecedor con otros,  ha sido utilizada para obstruir la expresión y la diversidad, dado que solo son aceptadas y permitidas determinadas identidades prefijadas por el sistema. Y frecuentemente las ha inducido a la invisibilización,  a la negación pasiva o activa, intelectual o físicamente agresiva del otro, cuando no directamente a su aniquilación genocida.

La razón identitaria ha creado monstruos y mucho sufrimiento. Ha sido capaz de dar una forma y significaciones compartidas a otras razones de principio económico o político, de dominación y poder en definitiva, que las han permitido consolidarse  en la sociedad y encontrar efectivos y energías humanas dispuestas a entregar o llevarse todo –qué más hay que la propia vida- por causas espurias, indignas o, siquiera, simplemente incomprensibles. Ha creado espacios de impunidad e imaginarios donde todo ello ha sido posible, transmitible y donde generaciones enteras han invertido una buena parte del tesoro de su energía colectiva, que bien podría haber sido mejor aprovechada al servicio del bienestar, el desarrollo o el altruismo.

Para ejemplificar esta aseveración, un tanto melancólica, no es necesario remitirse a cualquiera de los grandes fracasos de la inteligencia humana fruto del racismo, de la negación y desprecio del otro que han desembocado en millones de muertos y penalidades sin fin sucedidas en lugares distantes ajenos a nuestro territorio. Cualquier vasco que haya recorrido estas últimas décadas de nuestro tiempo ha podido vivir de manera directa la metástasis que puede originar la disputa identitaria, la permanente identificación del otro con el agresor, con el causante, con el sobrero a excluir de la convivencia social.

¿Por qué hemos fracasado en la visión de la identidad nunca como el fin sino como el principio de la autoconsciencia? Seguir hablando de identidades prefijadas, estereotipadas, cerradas, no es más que contribuir a la perpetuación de la lógica de opresión, de los papeles prefijados desde distintos poderes para ejercer su control sobre la sociedad.

En Euskadi vivimos un tiempo en el que deberíamos interiorizar que la identidad es un juego de lenguaje y también un estado afectivo; pero esto no la convierte en natural e inevitable porque las emociones también son convenciones, también son lenguaje, también existen en momentos y  en espacios, en definitiva, en situaciones concretas. Los sentimientos identitarios son el resultado de procesos históricos en los que eran y serán posibles varias oportunidades o vías. La identidad no es un hecho dado y permanente, sino la consecuencia histórica de una serie de circunstancias y factores en los que había una variedad de posibilidades finales. La construcción de una identidad nunca es el fruto de un proceso lineal. La identidad nacional es solo un ingrediente más de la identidad personal. Y las identidades personales, como también las nacionales, son procesos abiertos: son identidades provisionales, revisables, efímeras, inconclusas.

Ningún individuo, en efecto, puede ser reducido a unidad identitaria, ni siquiera a la de él mismo en cuanto ser que se presume autónomo, en cuanto que miembro de una sociedad compleja como la actual; le resulta imposible limitarse a su vida diaria en una única red de lealtades o a una adscripción personal exclusiva. Los ciudadanos no solo tienen la diversidad cultural a su alrededor, sino también dentro de sí mismos. Viven sumergidos en la diferencia, y serán poseídos por ella a no ser que realmente se propongan con esfuerzo un aislamiento activo y esencialista.

Por esa razón, ninguna identidad colectiva puede reclamar la exclusividad total en cuanto a la identidad de sus miembros, ni le es ofrecida la posibilidad –ni siquiera en los casos de las comunidades que se quieren más cerradas– de atrincherarse en un único discurso sobre la realidad de su territorio. Sería además una actitud insensata y debilitadora, que en poco ayudaría a restañar las heridas causadas por las afiladas uñas de las identidades absolutas.

(Adaptación basada en el documento "La deconstrucción de las identidades" de Joan Campàs Montaner)

lunes, 13 de mayo de 2013


¿Kultura i-gela? Mantener un blog es tarea para escritores diligentes, y no es mi caso. Por eso, he preferido hasta ahora aprovecharme del trabajo en otros blogs de aquellas personas que he pensado son observadores sugerentes de realidades compartidas y que, además, dedican tiempo a pensarlas con agilidad y mirada penetrante. Ahora parece que me llega el turno, aunque sea de manera un tanto obligada a través de mi incursión en el estudio de Humanidades en la UOC. De esta manera, el propósito inicial de este blog es el de ser una suerte de sala virtual en la gran residencia de internet (por cierto, ¿cómo era la vida antes de la red?, ya no me parece posible…). En euskera esta acepción ‘sala virtual’ podría traducirse como i-gela cuando,  curiosamente, igela es el nombre euskaldun de ‘rana’. Sí, esos simpáticos –o letales- anuros impávidos que todo lo observan, nunca se sabe lo que realmente piensan y sólo parecen existir cuando todo lo demás calla, en un croar gutural y con frecuencia molesto que parece sólo ser disfrutado por sus propios congéneres. En fin, que no he podido evitar el juego de palabras entre gela (aula), rana (igela) y cultura-kultura y bautizar este mi primer blog como “Kultura i-gela”, para que nadie se llame a engaño sobre el nivel de ingenio que cabe esperarse del autor. Tan sólo espero que la rana –tendré que ponerle algún nombre- pueda sobrevivir de las moscas-chispas de ingenio de sus lectores. Si sientes un pequeño lametón en la frente, gracias por alimentarla. Su lengua es rápida y algo viscosa pero generosa, algo te dejará a cambio de lo recibido.